¿Qué sucedería si nos proponemos dejar a un lado lo que nos diferencia y nos enfocáramos en lo que nos une?
Hace algunas semanas atrás me encontraba en esos momentos en los que tenemos la mente divagando por mundos desconocidos, cuando comencé a navegar por las redes sociales, como un aburrido adolescente en la búsqueda de entretenimiento.
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Y como era de esperar, el llamado “algoritmo”, comenzó a enviarme videos de predicadores e influencers, y para mi tristeza, encontré a muchos hombres y mujeres, enardecidos proclamando a todo pulmón su sistema teológico, y descalificando a otros que proclamaban al parecer “otro evangelio”, diferente al de ellos.
En ese instante vino a mi mente las palabras de Jesús en su oración intercesora.
“Te pido que todos sean uno, así como tú y yo somos uno, es decir, como tú estás en mí, Padre, y yo estoy en ti. Y que ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Juan 17:21, NTV)
Que seamos uno, es el deseo de Dios, pero ¿es mi deseo? Mi teología, mi dogma de fe, mi denominación ¿me permite comulgar con el diferente, con el que parece aburrido cuando alaba o con él que grita hasta que revientan mis oídos? ¿Cómo puedo amar al que bautiza niños o al que danza en el lugar en el que se supone sólo se debe predicar la palabra?, Pero el segundo mandato de mi Padre celestial es; “ama a tu prójimo como te amas a ti mismo”, ¿eso incluye a otros cristianos, sean coptos, carismáticos, conservadores, liberales, armenios, asirios, bautistas o cualquier otra rama del cristianismo? ¿o por el contrario sólo debo de amar a los que piensan como yo?
Si alguien dice: «Amo a Dios», pero odia a otro creyente, esa persona es mentirosa pues, si no amamos a quienes podemos ver, ¿cómo vamos a amar a Dios, a quien no podemos ver? (1 Juan 4:20, NTV)
El amor está en el centro de nuestra fe, tenemos un Dios que es amor, y nos invita a amarle y amar a las personas que nos rodean, pero en especial amar a nuestros hermanos en la fe. Los primeros cristianos lidiaron con muchas luchas y batallas internas, pero cuando se trataba de mostrar amor, supieron levantar las barreras que les separaban para colaborar en mostrar el amor de Jesús a través de hechos concretos, testimonio de esto se recoge en el informe escrito por un simpatizante suyo dentro del Imperio Romano:
“Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.
Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo…”1
Esta era la marca que dejaban los cristianos en la mirada desconcertada de todos los que los conocían. ¿Cuál es la huella que nosotros dejamos en aquellos que nos ven cada día?, alguien dijo que hoy nos conocen más por lo que estamos en contra unos con otros y no por el mensaje que decimos creer.
Cuando pronuncio la palabra iglesia o cristianos a mis vecinos, la mayoría hablan de una sal que hace mucho que no sala, ¿qué nos ha sucedido?, somos expertos en teología, pero hoy el cojo no anda y el ciego no ve.
Las palabras del cantautor Marcos Vidal aún resuenan en mi interior:
“Antes les llamaban nazarenos, después cristianos
Hoy no saben ya cómo llamar a cada grupo,
hay tantos…
Antes al mirarles se decían: ¡Ved cómo se aman!,
hoy al contemplarles se repiten:
¡Ved cómo se separan!
¿Quién sabrá quién de ellos tiene la verdad?”
Podemos intentar argumentar, balbucear o romper el púlpito con nuestros golpes de palabras, justificar así o defender el por qué el mundo nos ve como intolerantes o enemigos, pero la realidad es que, cada semana veo como nos mordemos los unos a los otros, atacándonos y etiquetándonos, como conservadores, liberales, carismáticos, místicos y con otros muchos adjetivos; siempre desde la superioridad teológica o el orgullo espiritual, pero mientras tanto nuestros amigos, vecinos, desconocidos, esperan ver en nosotros aquello que con tanto hincapié proclamamos; podemos tener la teología correcta, pero de nada sirve si no somos capaces de amarnos.
La historia nos recuerda que cuando la iglesia se enfoca en señalar el pecado antes de dispensar la gracia, hacemos más daño que bien.
Fuertes fueron las palabras del Apóstol Pablo al ver la manera en que se trataban los cristianos en Galacia.
“Toda la ley puede resumirse en un solo mandato: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» , pero si están siempre mordiéndose y devorándose unos a otros, ¡tengan cuidado! Corren peligro de destruirse unos a otros.” (Gálatas 5:15, NTV)
Como pastor, reconozco que muchas veces no he trabajado lo suficiente en cooperar con el deseo de Jesús de que seamos uno. Por mucho tiempo disfrutaba rodearme de aquellos que pensaban igual que yo, consumía información que reforzaba mis posturas, pero un día las palabras de Jesús calaron con gran intensidad en mi orgulloso corazón.
“Si solo amas a quienes te aman, ¿qué recompensa hay por eso? Hasta los corruptos cobradores de impuestos hacen lo mismo. Si eres amable solo con tus amigos, ¿en qué te diferencias de cualquier otro? Hasta los paganos hacen lo mismo. Pero tú debes ser perfecto, así como tu Padre en el cielo es perfecto”. (Mateo. 5:46-48, NTV)
En otras palabras, ¿qué valor tiene que siempre te rodees de aquellos que piensan como tú o buscas información que apoye aquello en lo que crees?
¿Qué sucedería si nos proponemos dejar a un lado lo que nos diferencia y nos enfocáramos en lo que nos une? ¿Si dejamos a un lado la confrontación y nos detenemos a entender al otro? ¿Si dejamos de señalar nuestras diferencias en las redes, y comenzamos a trabajar por la unidad del cuerpo de Cristo? No por la unidad de mi grupo o mi iglesia, sino por la unidad de la iglesia de Jesús en nuestra ciudad.
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Tenemos la promesa de Jesús de que cuando eso suceda, tus amigos, tus familiares, tus vecinos, tus compañeros de trabajo, vendrán a Jesús al ver como expresamos el amor de Dios entre nosotros. Te has detenido a pensar alguna vez, si ésta ¿no será la “estrategia” de las estrategias que por años hemos estado persiguiendo en nuestro afán de llenar nuestras iglesias?, ¿y si lo que Jesús espera es ver una iglesia unida, apostando por la unidad a pesar de la diversidad de opiniones o posturas?
Si hay dos amigos que pueden afirmar que este deseo de Jesús se puede hacer realidad, son Juan Wesley y George Whitefield, ambos fueron instrumentos de Dios en el mayor avivamiento de la historia después de la Reforma. Se conocieron en Oxford en 1732 y pronto se convirtieron en grandes amigos. Se amaron profundamente, pero no estaban de acuerdo en toda su teología. Whitefield era calvinista, y Wesley era arminiano.
Un día preguntaron a Whitefield si él creía que vería a John Wesley en el cielo, Whitefield pensó un momento y respondió, para la sorpresa de todos, que “No”. Pero continuó: “No creo que veré a Wesley porque él estará delante, tan cerca del trono y yo tan lejos que no lo podré ver por el brillo de nuestro Salvador.”
Mientras que Juan Wesley dijo:
“Aunque una diferencia en las opiniones o en las maneras de adorar pueda impedir una unión externa total, ¿tiene eso que impedir nuestra unión en el afecto? Aunque no podamos pensar igual, ¿no podemos acaso amar igual? ¿No podemos tener un sólo corazón aún cuando no tengamos una sola opinión?”2
Después de veinte años sirviendo como misionero y pastor, reconozco que este es nuestro mayor reto como iglesia en el siglo XXI, trabajar para ser lo que nuestro Señor y Maestro deseó, “Ser Uno”.
Notas
1Carta a Diogneto”, en el libro: The Apostolic Fathers in English, traducido por: Rick Brannan (Logos Bible Software, 2012)
2 Elliot Ritzema et al., eds., 300 citas para predicadores, trans. Juan Terranova y Reynaldo Gastón Medina, Serie Pastorum (Bellingham, WA: Lexham Press, 2013).
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