Sólo un Dios creador misericordioso es el único que puede habernos creado un hogar cósmico tan increíblemente adecuado.
Nuestro sistema solar ha venido inspirando a los astrónomos a lo largo de toda la historia de la humanidad. Su estudio meticuloso fue el responsable de que surgiera la física y de que se empezara a comprender el resto del universo. No obstante, al principio, los antiguos creían que los planetas y demás astros viajaban por el espacio a la deriva y que eran como un grupo caprichoso y caótico sin rumbo fijo. De hecho, la palabra latina “planeta” deriva de una palabra griega “planétes” que significa “vagabundo”. De ahí que también se les bautizara con nombres de algunos dioses volubles de la mitología griega y romana, como Marte, Mercurio, Júpiter, Venus o Saturno.
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Poco a poco se empezó a comprender que esto no era así, ni mucho menos. El astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) distinguió el recorrido de los planetas sobre el fondo de las estrellas del firmamento y esto ayudó al alemán Johannes Kepler (1571-1630) a formular sus tres leyes sobre el movimiento de los planetas. La primera dice que los planetas se mueven alrededor del Sol siguiendo órbitas que no son circulares sino elípticas y que uno de los focos de tales elipsis siempre lo constituye el astro rey. Más precisión imposible. La segunda ley afirma que los planetas barren áreas iguales en tiempos iguales. Mientras que la tercera, la más matemática, precisa que el cuadrado del periodo orbital de un planeta es proporcional al cubo de su distancia media al Sol. Es decir, que de errantes y caóticos nada de nada. El sistema solar parece diseñado matemáticamente para funcionar como lo hace y permitir la vida en la Tierra.
Estas tres leyes de Kepler le vinieron de maravilla a Isaac Newton (1642-1727) como fundamento de sus leyes físicas más generales acerca del movimiento y la gravedad. Leyes que, doscientos años después, fueron la base de la teoría general de la relatividad de Einstein, que constituye el fundamento de los modelos cosmológicos actuales. De manera que fue necesario un milenio, desde Aristóteles y Tolomeo hasta Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo para que el ser humano empezara a comprender la geometría y precisión del sistema solar. Al trasladar estos datos al resto del cosmos, durante los cuatro siglos siguientes, se pudo llegar también a la actual comprensión del universo.
Todos estos conocimientos permiten pensar en la extraordinaria singularidad del sistema solar y en especial del planeta Tierra. Tal como escribe el profesor de astronomía y física, Guillermo González: “Dadas las recientes tendencias en las ciencias astronómicas, quizás debamos comenzar a ver la Tierra y sus alrededores cercanos, no como una copia de sistemas preparados para surgir allá donde se formen planetas y estrellas, sino como un sistema afinado con precisión e interdependiente, que en su conjunto alimenta un extraño pequeño oasis. Como el biberón para los niños, la Tierra es, de nuevo, exactamente lo adecuado”.[1]
Resulta que los biberones no aparecen por generación espontánea, existen madres y padres cariñosos que se los proporcionan a los bebés. De la misma manera, sólo un Dios creador misericordioso es el único que puede habernos creado un hogar cósmico tan increíblemente adecuado.
Notas
[1] González, G. y Richards, J. W. 2006, El planeta privilegiado, Palabra, Madrid, p. 142.
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