Es verdad que existen estrellas mucho más grandes que nuestro Sol y también más pequeñas, pero al analizar sus características físicas se observa que serían incapaces de sustentar la vida, tal como la conocemos en la Tierra.
Muchos estudiosos modernos del cosmos han venido asumiendo la creencia de que nuestro lugar en el sistema solar y, en general, en el espacio, no tenía nada especial. El Sol se consideraba como una estrella más, entre los miles de millones que hay en el universo, mientras que la Tierra era un planeta equiparable a tantos otros exoplanetas como existen trasladándose alrededor de otras estrellas. Por tanto, nuestro medio ambiente local, el sistema solar, sería solamente una muestra aleatoria similar a lo que existe por todo el universo. Sin embargo, hoy se sabe que esto no es así.
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Cuando se comparan las propiedades del astro rey con las de otras estrellas, se descubre que las del Sol se separan de la media y que, si no fuera así, no estaríamos aquí para contarlo. Es verdad que existen estrellas mucho más grandes que nuestro Sol y también más pequeñas, pero al analizar sus características físicas se observa que serían incapaces de sustentar la vida, tal como la conocemos en la Tierra. Por ejemplo, si se mide la masa y la luminosidad general de las estrellas cercanas -dos de sus propiedades más básicas-, se ve que el Sol es una estrella muy singular ya que se encuentra entre el 9% de las que poseen mayor masa de la Vía Láctea.[1]
Cualquier otra estrella con mayor masa que el Sol suele “vivir” mucho menos ya que se quema más rápidamente. Mientras que aquellas que poseen menor masa, irradian menos energía electromagnética, por lo que cualquier planeta que orbite a su alrededor deberá hacerlo mucho más cerca para poder tener agua líquida en superficie. No obstante, si el planeta está demasiado cerca de la estrella se produciría lo que se llama “sincronización rotacional”. Es decir, una cara del planeta miraría siempre a la estrella, como ocurre entre la Luna y la Tierra. Pero esto provocaría brutales diferencias de temperatura entre las partes iluminadas y oscuras del planeta, que originarían ambientes incompatibles con la vida.
Por otro lado, su luminosidad es muy estable y sólo varía un 0,1% a lo largo de un ciclo completo de manchas solares, que suele durar unos 11 años. Las manchas solares son regiones oscuras que aparecen repentinamente en su superficie, se desarrollan y terminan por desaparecer. Son regiones más frías que el resto de la fotosfera. Se cree que entre 1.000 y 2.000 grados más frías. Estas manchas se originan como consecuencia de fenómenos magnéticos muy complejos. Al ser el Sol un astro gaseoso, no gira sobre sí mismo todo a la vez, tal como hace la Tierra y los demás planetas rocosos, sino que su velocidad de rotación es máxima en el ecuador y mínima en los polos. Semejante rotación diferencial hace que las líneas de fuerza de su campo magnético se vayan juntando y ligando poco a poco entre sí, hasta formar lazos magnéticos invisibles que sobresalen de la superficie. En tales puntos de la fotosfera es precisamente donde aparecen las manchas solares porque los materiales muy calientes del interior del Sol no consiguen aflorar en superficie y, por tanto, ésta se enfría originando las manchas.
La luminosidad de las estrellas varía como consecuencia de la formación y desaparición de estas manchas de la superficie. Sin embargo, entre las estrellas parecidas al Sol en antigüedad y actividad de las manchas solares, la luz que emite nuestro astro rey varía mucho menos que la media y esto evita que se produzcan peligrosos cambios climáticos en la Tierra.[2] De manera que el Sol es atípico entre el resto de estrellas y parece diseñado para permitir nuestra existencia en la Tierra.
La distancia entre la Tierra y el Sol parece también calculada con precisión para su habitabilidad. Si estuviera más próxima, el planeta azul no sería azul sino una especie de invernadero caliente con una atmósfera amarillenta como la de Venus y, por tanto, no apta para vida. Por el contrario, si la Tierra estuviera más lejos del Sol habría necesitado una atmósfera con mayor cantidad de dióxido de carbono para mantener el agua de los océanos en su sitio y que ésta no escapara al espacio. Pero, de nuevo, esta atmósfera no sería adecuada para la vida, ni mucho menos hubiera permitido el desarrollo de la ciencia humana.
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El Sol está unas 400 veces más lejos de la Tierra que la Luna pero también es 400 veces más grande que ésta. Lo cual hace que el rey del día y la reina de la noche se vean del mismo tamaño desde la Tierra. Esto permite que los eclipses que pueden verse desde la Tierra sean los mejores del sistema solar, lo cual tiene una gran repercusión científica ya que los pequeños detalles observados en la cromosfera del Sol han servido para descubrir la naturaleza de las estrellas, han sido útiles para comprobar la teoría de la relatividad de Einstein, han hecho posible medir el retraso del movimiento de rotación terrestre, así como otros muchos descubrimiento astronómicos. Nada de esto hubiera sido posible desde cualquier otro planeta del sistema solar. Además, vivimos en la época adecuada para que todas estas “coincidencias” permitan el desarrollo de la ciencia.
Muchos prefieren creer en el dios de la casualidad y el azar antes que en el misericordioso Dios creador de la Biblia. A mí me parece que tanta casualidad es difícil de explicar desde el puro materialismo y, por tanto, sigo creyendo en las primeras palabras bíblicas: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”.
Notas
1] González, G. y Richards, J. W. 2006, El planeta privilegiado, Palabra, Madrid, p. 164.
[2] Lockwood, G. W., Skiff, B. A. y Radick, R. R. 1997, The Photometric Variability of Sun-like Stars: Observations and Results, 1984-1995, Astrophysical Journal 485, pp. 789-811.
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