El papado nace en sentido histórico, en la mitad del siglo VIII, por la mediación interesada de reyes francos, con la afirmación específica frente a la iglesia católica oriental, y basado en la documentación falsificada, conocida como donación de Constantino.
Al hablar de iglesia católica, tradición u ortodoxia en los primeros siglos siempre pensamos en situaciones e iglesias locales que nada tienen que ver con lo que luego será el papado. Es cierto que, con el paso del tiempo, el papado unió a la iglesia de Roma el concepto de católica, usurpándolo de todas las demás. En el lenguaje común, eso sigue así también hoy.
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El papado como entidad específica, con independencia de pretensiones previas de algunos obispos de la iglesia de Roma, o de la construcción institucional de Gregorio (-604), nace en sentido histórico, en la mitad del siglo VIII, por la mediación interesada de reyes francos, con la afirmación específica frente a la iglesia católica oriental, y basado en la documentación falsificada, conocida como donación de Constantino. [Sobre esta situación, d. v., hablaremos un poco la próxima semana, tomando como texto, pondré abundantes párrafos, un documento presentado en la Real Academia de la Historia en 1943.]
Sin caer en fábulas judaicas, esa fecha de mediados del siglo VIII, sirve de reflexión para un modelo de interpretación de la Historia (por ejemplo, de Cipriano de Valera), en la que ahora al papado, junto a sus serviles y abrazados evangélicos, le quedan dos telediarios.
Cuando se comienza a ver los razonamientos que la iglesia antigua usaba para definirse como iglesia verdadera, católica, lo que vemos, precisamente, es que “necesita” reconocer algunos aspectos que son fundamentales. Esos aspectos constituyen lo que, en esos momentos y en esas circunstancias, se llamará tradición.
Lo primero que podemos ver en la documentación de que disponemos (Ireneo, Tertuliano...), es que esa tradición consiste en la conservación y confesión del llamado credo “apostólico”, y la confesión bautismal. Si una iglesia local (más bien, su obispo) no conserva y proclama esos dos elementos, no pertenece a la iglesia católica. Los herejes son los que introducen “añadidos” a esos fundamentos. Curiosamente los “herejes” (sin pensar en algún grupo concreto), proponen sus ideas de acuerdo a las Escrituras, como fundamento suficiente, aunque no se compartan en todas las iglesias locales.
Esta es la situación compleja y problemática donde se compone el propio canon del llamado Nuevo Testamento, o la condición de catolicidad u ortodoxia.
Si una iglesia local (reitero, especialmente su obispo) “pertenece” a la iglesia católica, la común, de todos sitios, por conservar la tradición, entonces esa iglesia es “verdadera”. Un poco de lío; pero así era. Por supuesto, en esos primeros siglos a nadie se le ocurre la idea de un papado autorizado para decidir nada. Si acaso, alguna iglesia local podría presumir de ser muy cuidadosa y guardadora de la tradición, de ser, por tanto, muy católica. Hasta la iglesia local de Roma podría hacerlo; pero de papado nada. Sencillamente, nada. Cuando en el futuro, muy futuro, siglo VIII, se establezca el papado, “entonces” se miran sucesos del pasado como si fueren pasos inequívocos de un papado que andaba por allí, aunque nadie lo vio ni oyó. Este sorprendente argumento lo presentó todo un eminente historiador del papado, Döllinger (-1890), que, al ser honesto, no podía aportar ningún documento acreditativo durante los primeros siglos, pero es que aquello era como una semilla sembrada; esta allí, sembrada por el mismo Cristo, pero nadie la vio, ni tuvo noticias hasta siglos posteriores, porque no había salido de la tierra. Unos siglos tardó en salir. (El autor, cuando ese papado quiso establecer su infalibilidad, entendió que ya con un cuento de la semilla sobraba, pero que realmente en la “tradición” católica, un papado infalible, sería pasarse veinte semillas ocultas durante siglos y siglos. Lo excomulgaron, pero siguió papista.)
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Recuerdo haber leído el argumento en favor del papado, referido al concilio de Éfeso (431), donde se enorgullecían porque allí, precisamente los “delegados” papales (¡vaya!), afirmaron que “Pedro, hasta el presente, y para siempre, vive y decide en sus sucesores”. Eso dijeron, pero no dicen que se fueron como habían venido.
A la iglesia católica, la que Cristo edifica sobre Pedro, la nuestra, la de todos los redimidos, se le pusieron marcas y señales para identificarla. No bastaba con que Cristo la edificase, parece que algunos, siempre hay gente sabia que sabe, les pareció necesario controlar eso. Ese control es la tradición. Una cosa es distinguir y diferenciar con claridad la verdadera de la falsa, y otra arreglar marcadores, cada uno a su buen criterio, para que “su” iglesia sea la verdadera. Hacer “su” tradición, de lo que tenemos tradición abundante. Se buscó crear una iglesia con sus leyes, rituales, liturgias, santoral, almanaque, templos y sacerdotes, al estilo de lo que hizo Moisés con Israel, pero ahora sin judíos.
Con todo eso, se debe recordar que la tradición, que tenía que contar con la condición de universalidad (en todos los lugares), antigüedad y consenso, al principio se concretaba en el credo y el bautismo. Luego cada uno interpretaba la tradición con sus matices, hasta que se incorporó la polémica y documentos sobre la Trinidad. En todo este terreno complejo, la idea de iglesia católica persistía, y se reconocía como algo natural. Todas las iglesias locales pertenecían a un cuerpo universal, eran católicas. Por supuesto, eso abarcaba a las de oriente y las latinas. Esa catolicidad se manifestaba en todas por medio de la santa cena. (Muy pronto, el sacrificio de la eucaristía.) Por eso se tenía que contar con un criterio frente a los innovadores, pues a la iglesia católica no se la podía estropear, pues era el medio de salvación. Sin ella no hay salvación. Una aberración, un anticristo, pero esto es así desde los inicios. La iglesia que Cristo edifica, ahora se ha convertido, según el criterio de esa gente, en la iglesia que edifica a la de Cristo. Cristo no tiene redimidos si no los redime esa iglesia. Un desastre. Hoy, igual.
Con todo ese desastre, con todo esa hinchazón y podrida llaga, sin embargo, todavía no se ha revelado la plenitud del papado. Ya vendrá. Y lo tenemos hasta hoy. Fue creador y creado por un cisma, con él se dividió la iglesia católica, latina frente a la oriental.
Ese papado, con su tradición, que es la suya, no la de la iglesia católica, configurado en el siglo VIII, se reafirma dogmático en Trento (1545-1563). En otra conversación tratamos brevemente a Trento, de memoria, no tengo ningún gusto en repasar todo lo que hace tiempo estudié sobre ese concilio y sus contextos; pero ahora sí les pongo, y ya termino, su dogma de la Tradición.
Esta es una seña de identidad del papado, muy recordada por los evangélicos. A veces, sin caer en la cuenta de que sus respuestas son fruto de una tradición (costumbre) particular. El problema nunca será que reconozcamos que toda interpretación de la Biblia, se hace de “una” manera; y esa manera tiene su historia, su tradición, de forma natural. Eso es normal. Lo que hizo el papado en Trento es asumir que tanto la Biblia, la Escritura Sagrada, como la Tradición (a lo que ellos llamaren así, nunca lo sabremos, ni ellos tampoco), son fruto de la misma inspiración divina, aunque de forma diferente. Ambas serían, pues, infalibles. (Si la cosa se pone fea, ya vendrá un papado infalible a solucionar el problema.)
A partir de ese dogma se puede decir “conforma a la Tradición”, y poner luego lo que convenga a quien tenga poder e imaginación. Es como un denostado libre examen, donde cada uno, según critica el papado, puede interpretar la Biblia a su gusto, pero que corresponde al embudo, y que, encima, los que usan la herramienta infalible, ni siquiera aparecen con opiniones personales, sino como la voz de la Tradición, nada menos.
Por ejemplo, “conforme” a la Tradición se estableció para el Antiguo Testamento el canon deuterocanónico, aunque la tradición de Cirilo de Jerusalén, en su pieza magistral de catequesis (348), enfatice que al texto sagrado no se le debe añadir nada de opiniones o tradiciones, y, en concreto, del Antiguo Testamento sólo deben confesarse como sagrados los libros del canon corto (al que desechan en Trento). Por cierto, este Cirilo, al comentar, muy ampliamente sobre la parte del credo que dice “creo en la iglesia, que es una, santa, católica, y apostólica”, ni siquiera menciona a la iglesia de Roma. Ni la menciona; aunque en otra parte de su catequesis, dé por válida la leyenda de la presencia en Roma de Pedro y Pablo peleando contra Simón Mago.
“Según” la Tradición, pues, se establece el canon largo para el Antiguo Testamento, pero no hay manera que “según” algo, o alguien, se defina qué textos o costumbres, o lo que sea, conformen lo que se ha llamado Tradición. Es como afirmar una Escritura sagrada, pero sin nombrar ningún libro. Luego, cada uno puede poner lo que le guste, a su libre examen o capricho.
La Tradición es la correcta interpretación de la Biblia, pero no se sabe qué es la Tradición. Todo queda en mano o mente de la curia. Con este dogma, el papado ha secuestrado a la Biblia, y a la iglesia católica con su tradición y costumbres.
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