A veces, es bueno sentir pena, libertar los sentidos secuestrados, soltar el lastre pesado, liberar las melancolías, dejarlas bailar bajo la lluvia.
Por Mati Sanchiz
A veces me refugio en la tristeza huyendo del ruidoso estruendo de la incomprensión, en un intento imposible de escapar de palabras rudas y de intenciones simuladas.
En ocasiones me escondo en el laberinto de la pena, enroscándome en el huequito que me hace el silencio y me acurruco, como una niña, bajo las mantas, esas que espantan los miedos y los hacen desaparecer.
A veces sucumbo a las lágrimas, las que limpian la mirada, el colirio perfecto para sanar un dolor inútilmente acumulado. Sí, también lloro, cuando es estrictamente necesario, cuando hay que limpiar las ventanas, cuando se cuela una motita de polvo, cuando hay que expulsar esa pena que sobra o que duele demasiado. Para, después de vaciar los tanques de tristeza, llenarlos de sonrisas. Porque descubrí que es la forma más saludable de vivir los naufragios de la vida.
Y es que, a veces, es bueno sentir pena, libertar los sentidos secuestrados, soltar el lastre pesado, liberar las melancolías, dejarlas bailar bajo la lluvia, saltar y jugar sobre los charcos, para que sean el perfecto equilibrio y el verdadero faro que nos haga ver con más brillo la alegría. Será la pena la que haga más bonitos y luminosos los días de felicidad.
Jesús lloró… (Jn 11:35)
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