Nuestro tamaño es óptimo

El salmista le preguntaba a Dios hace miles de años: ¿qué somos los mortales para que pienses en nosotros y nos tomes en cuenta? (Sal. 8:4, TLA). Mientras que Carl Sagan, el astrónomo de Harvard,  aseguraba a finales del siglo XX que la Tierra es sólo un punto azul pálido perdido en la inmensidad del universo y, por tanto, nosotros seríamos poco más que una mota de polvo. Esta gran diferencia de tamaño entre el ser humano y el cosmos ha sido interpretada negativamente en numerosas ocasiones con el fin de argumentar después nuestra insignificancia como especie. Algunos, desde el escepticismo, van incluso más allá y deducen de tal pequeñez que deberíamos ser más realistas y abandonar la creencia en que alguien pueda estar interesado en la humanidad o venga a salvarnos desde alguna parte. 

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Dejando a un lado los valores cualitativos que posee el ser humano y pensando únicamente en su dimensión física, resulta posible comprobar que curiosamente estamos situados -en la escala de tamaños del universo que va desde los quarks hasta el diámetro total del mismo- en una medida intermedia, que resulta ser óptima para nuestra existencia y para el desarrollo de la investigación científica. En efecto, si se concede al hombre el valor de la unidad (o lo que es lo mismo, diez elevado a cero: 10^0), los quarks tendrían un tamaño de 10^-20. Algo más grande sería el protón (10^-15), así como un átomo de carbono (10^-10). La cadena de ADN de una célula cualquiera de los seres vivos mediría 10^-7 y una simple bacteria 10^-6. Muy por encima de nuestra propia envergadura estaría la de la Tierra (10^7), el sistema solar (10^13) y la galaxia Vía Láctea (10^21). Por último, se llegaría al diámetro total del universo observable (10^26).[1] Esto significa que las dimensiones humanas están aproximadamente en el punto medio de dicha escala. ¿Quién ha determinado este tamaño intermedio que resulta tan adecuado?

Hoy sabemos que si nuestras dimensiones corporales fueran diferentes de las que son, no nos habríamos podido desarrollar como especie y, desde luego, jamás hubiera sido posible hacer ciencia. Con el tamaño de una hormiga, por ejemplo, nuestros ojos serían incapaces de ver la Luna llena, pero, con el nuestro, podemos construir telescopios y situarlos fuera de la atmósfera terrestre para observar los confines del universo. Seres humanos del tamaño de las hormigas tampoco hubieran podido hacer aceleradores de partículas para estudiar los componentes más pequeños de la materia porque para ello se requieren grandes cantidades de energía y enormes electroimanes. Si nuestro tamaño fuera como el de estos pequeños insectos, tampoco podríamos manejar ni manipular el fuego, que es lo que ha permitido a la humanidad desarrollar casi toda su tecnología. No obstante, si fuésemos grandes como los elefantes o las ballenas, aún seríamos menos ágiles y habilidosos. 

El biólogo Michael Denton escribe que “debido a que los metales son los únicos conductores naturales de la electricidad, el descubrimiento del electromagnetismo y la electricidad, incluso el desarrollo de las computadoras, son todos, en última instancia, el resultado de nuestra antigua conquista del fuego.”[2] Pero, como la hoguera sostenible más pequeña que se puede hacer mide aproximadamente medio metro de diámetro, se requieren como mínimo las dimensiones humanas para hacerla. Una hormiga se achicharraría, mientras que un ser del tamaño de un elefante también tendría muchos problemas. Y todo esto sin hablar siquiera del tamaño que requiere el cerebro para disponer de la inteligencia necesaria para hacer ciencia y diseñar tecnología. Es evidente que un cerebro de insecto, con menos de un millón de neuronas, es insuficiente para poseer nuestra inteligencia. Sin embargo, la mayoría de los animales que consideramos más inteligentes, como simios, perros, delfines, focas, etc., tienen cerebros similares en tamaño al humano y compuestos por cientos de millones de células nerviosas. Por tanto, un requisito previo para la inteligencia y el desarrollo de la tecnología científica es un cerebro grande, una visión buena y un tamaño óptimo como el que tenemos.

Con razón el salmista le cantaba a Dios: “tú has hecho muchas cosas, y todas las hiciste con sabiduría” (Sal. 104:24).

Notas

[1] González, G. y Richards, J. W. 2006, El planeta privilegiado, Palabra, Madrid, p. 249.

[2] Denton, M. J. 1998, Nature Destiny, The Free Press, New York, p. 243.