Una máquina para crear universos

El profesor de astronomía Guillermo González, junto al filósofo Jay W. Richards, proponen en su libro El planeta privilegiado, cómo debería ser una hipotética máquina que fuera capaz de crear universos similares al nuestro.[1] Por medio de una rica imaginación propia de Star Trek, transportan al lector a una espaciosa habitación de un grupo de seres extraterrestres como los Q de dicha saga, en la que se encuentra un enorme y complicado aparato lleno de diales giratorios parecidos a los de las cajas fuertes. Cada uno de los más de 30 diales posee numerosas líneas numeradas y encima, el título que lo identifica. Ahí pueden leerse leyes y constantes universales como: “constante gravitatoria”, “constante electromagnética”, “constante de la fuerza nuclear fuerte”, “constante de la fuerza nuclear débil”, “densidad de la masa”, “edad del universo”, “índice de expansión”, “velocidad de la luz”, “constante cosmológica”, etc., etc. Se trata de todos los requisitos que necesitaría una máquina para crear universos y, en particular, uno como el nuestro. A la izquierda de tan complejo aparato, aparece una pantalla que muestra cómo se verían los universos diseñados, mediante las posibles posiciones de los distintos diales. 

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Si los diales se movieran al azar, la pantalla mostraría universos que colapsan y se convierten en agujeros negros, o que evolucionan como una inmensa sopa de hidrógeno sin vida, o que simplemente se dedican a escupir basura cósmica. No obstante, los inteligentes alienígenas Q dicen que para originar un cosmos como el nuestro, los diales tienen que ser sintonizados con muchísima precisión, pues resulta que sólo hay una única combinación posible.

En efecto, esta ilustración de González y Richards pretende mostrar uno de los más asombrosos descubrimientos del siglo XX: que las leyes y constantes físicas del universo parecen exquisitamente ajustadas para la vida y el desarrollo de la ciencia humana. Si la gravedad hubiera sido ligeramente inferior o superior a lo que es, la vida no se habría dado. Lo mismo cabe decir de las demás fuerzas, como el electromagnetismo o la nuclear fuerte y la débil. También ciertos elementos químicos fundamentales para los seres vivos, como el hidrógeno, oxígeno, nitrógeno o carbono, que fueron creados en el corazón de las estrellas por medio de sorprendentes “coincidencias, parecen finamente ajustados para permitir la vida. Si la fuerza nuclear fuerte, que mantiene unidos a protones y neutrones en el núcleo de los átomos, fuera más débil, en la tabla periódica de los elementos (que hoy cuenta con 118 elementos, aunque sólo 94 se dan de manera natural en la Tierra) habría muchos menos, faltando algunos que son esenciales para los organismos como el hierro o el molibdeno.

En un universo con una tabla periódica más reducida, uno o más de los isótopos de los elementos ligeros serían probablemente radiactivos y esto supondría una amenaza para los seres vivos. Es verdad que en la naturaleza existen elementos radiactivos peligrosos, pero su abundancia está muy equilibrada. Por ejemplo, el potasio-40 (⁴⁰K) es quizás el isótopo radiactivo ligero más peligroso para los organismos pero, a la vez, resulta esencial a la vida. ¿Cómo se consigue dicho equilibrio? Su abundancia es lo suficientemente elevada para colaborar en el movimiento de las placas tectónicas de la litosfera, pero también suficientemente baja para no perjudicar a los seres vivos. Es como si, desde el principio, alguien hubiera conocido nuestras necesidades -y las de los demás organismos que habitarían en el futuro la Tierra- y hubiera ajustado la abundancia de tales elementos radiactivos al filo de una navaja.

El famoso astrofísico de Cambridge, John Gribbin -que es partidario del multiverso- escribe no obstante que: “todo lo que se refiere a nosotros puede ser interpretado de una manera muy precisa como el resultado de una “elección” exacta de las leyes físicas y de las constantes de la naturaleza”.[2] ¿Se debe todo esto al azar o a un designio sabio y premeditado? A mí me parece que solamente la omnisciencia de Dios pudo crear tantos niveles de complejidad como los que hemos descubierto en el cosmos. Los átomos surgidos del corazón de las estrellas no sólo formaron rocas y minerales sino también las macromoléculas de los seres vivos, como el ADN o las proteínas. Éstas constituyen múltiples estructuras celulares, así como las diversas células como las neuronas que conforman nuestros cerebros y generan la conciencia humana. Todo este incremento de complejidad parece dirigido a un fin concreto. El evangelista Juan lo resume así: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16).

Notas

[1] González, G. y Richards, J. W. 2006, El planeta privilegiado, Palabra, Madrid, p. 227.

[2] Gribbin, J. 1986, Génesis, Salvat, Barcelona, p. 314.