De cualquier manera, en esta vida o en la próxima, Dios hace justicia.
La semana pasada nos preguntamos qué dice la Biblia sobre la vida después de la muerte. Y no hallamos una idea única e inamovible, sino una revelación progresiva. En el Antiguo Israel creían que todos iban al Seol; no se creía que los muertos estuvieran esperando un juicio ni que fueran a resucitar. La bendición de Dios sucedía única y exclusivamente en esta tierra: el que obedece recibe como bendición una vida próspera, larga y con muchos hijos; el que desobedece, recibe maldición. Pero ese antiguo paradigma entra en crisis al observar la injusticia y el absurdo del mundo; es una crisis que se siente con fuerza en libros como Eclesiastés y Job. (Si no leíste la primera parte, te recomiendo LEER LA NOTA antes de seguir).
Imaginate la depresión que tenía el salmista cuando escribió: «Mi vida está llena de dificultades, y el Seol se acerca. Oh Señor, ¿por qué me rechazas? ¿Por qué escondes tu rostro de mí?» [Salmo 88:3,14]. Si no veían justicia durante su vida y no creían que hubiera nada después de la muerte, era un fracaso total. Cuando leemos los Salmos encontramos muchas frases como esta; pero es interesante que, en medio de la desesperación, generalmente aparece una nota de esperanza. A pesar de todo, el salmista confía en Dios.
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Esa confianza en Dios fue el terreno donde comenzó a brotar de a poco una convicción teológica: que el Seol no era el fin de la historia. Israel fue entendiendo progresivamente que, aunque la bendición de los justos y el castigo de los malos podía suceder en esta vida, el poder de Dios se extiende más allá de la muerte. Como dice el Salmo 139: «¡Jamás podría escaparme de tu Espíritu! ¡Jamás podría huir de tu presencia! Si subo al cielo, allí estás tú; si desciendo al Seol, allí estás tú» [Salmo 139:8].
Isaías también dice: «Los que mueren en el Señor vivirán; ¡sus cuerpos se levantarán otra vez! Los que duermen en la tierra se levantarán y cantarán de alegría. Pues tu luz que da vida descenderá como el rocío sobre tu pueblo, en el lugar de los muertos». [Isaías 26:19]
O sea, en el Antiguo Testamento, de manera progresiva, en medio de visiones y profecías de restauración, va desarrollándose la idea de una esperanza más allá de la muerte. Sin embargo, la doctrina de la resurrección de los muertos no aparece con toda claridad hasta el periodo intertestamentario, el tiempo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Sobre ese tiempo hay mucho debate entre los estudiosos; en las Biblias protestantes está completamente ausente, pero si queremos entender las ideas de Jesús y los primeros cristianos sobre el más allá, necesitamos estudiarlo porque lo que encontramos en el Nuevo Testamento surge precisamente después de ese momento.
Los últimos siglos antes del nacimiento de Cristo fueron un tiempo de mucha opresión; el pueblo de Israel sentía que Dios los había abandonado. Parecía que la esperanza de la tierra prometida se desvanecía; un imperio tras otro conquistaba a Israel: los babilonios, los medos, los persas, los helenistas, los ptolomeos, los seléucidas. Muchos de estos imperios veían con malos ojos la religión de Israel; los justos del pueblo de Dios morían de manera injusta en manos de paganos sin temor de Dios.
Fue en ese contexto cuando sucedió el fracaso más terrible: la abominación de la desolación. Un gobernador griego llamado Antíoco Epífanes se propuso acabar con el judaísmo. Así que prohibió la circuncisión y los sacrificios, persiguió y asesinó a los judíos piadosos, los obligó a comer cerdo y destruyó todas las copias de la Torá que encontró. Y finalmente hizo algo imperdonable. El 2 de diciembre del año 167 a. C., Antíoco Epífanes hizo un sacrificio al dios Júpiter sobre el altar del templo de Jerusalén. No solo el pueblo elegido era derrotado. No solo los justos morían cruelmente a manos de ejércitos paganos. Parecía que incluso el mismo Dios de Israel era humillado en su propio templo.
Lo que hizo Antíoco trajo 2 grandes consecuencias. En primer lugar, motivó la rebelión de los macabeos. Y en segundo lugar, llevó al surgimiento de la apocalíptica, un género literario que anuncia la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal. La apocalíptica es una literatura de crisis que le recuerda al pueblo de Dios que debe perseverar porque Dios es justo y, contra todo pronóstico, va a intervenir para traer justicia a este mundo.
Te doy un ejemplo. 2 Macabeos cuenta la historia de un hombre piadoso al que están torturando; con su último suspiro, les dice a sus asesinos: «Tú, criminal, nos quitas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna a nosotros que morimos por sus leyes» [2 Macabeos 7:9]. En otras palabras, aunque pueda parecer que servir a Dios no tiene sentido, los justos pueden confiar en Dios en esta vida y también en la siguiente. Es la misma esperanza que encontramos en Daniel: «Habrá un tiempo de angustia, como no lo hubo desde que existen las naciones. Sin embargo, en ese momento, cada uno de tu pueblo que tiene el nombre escrito en el libro será rescatado. Se levantarán muchos de los que están muertos y enterrados, algunos para vida eterna y otros para vergüenza y deshonra eterna» [Daniel 12:1-2].
¡Fijate qué increíble este pasaje! Ya aparece súper clara la idea de que Dios resucitará a los justos (o sea, que no se olvidó de ellos), y también la idea de que los malvados deberán enfrentar las consecuencias de sus actos. Esa es la semilla de la doctrina sobre el paraíso y el infierno, una doctrina que fue tomando cada vez más forma e importancia en los siglos antes de Jesús.
Así terminamos el recorrido del Antiguo Testamento. La evolución es increíble. La teología retributiva del antiguo Israel sigue ahí, pero cambió dramáticamente. En otras palabras: hay una justicia en el mundo, hay bendición en la obediencia y maldición en la desobediencia, pero no siempre sucede de la forma esperada. De cualquier manera, en esta vida o en la próxima, Dios hace justicia.
Jesús aparece en escena después de siglos de mucho conflicto, expectativa mesiánica y mensajes apocalípticos. Israel esperaba la llegada del Mesías, una especie de rey que traería una era de paz y justicia. El ministerio de Jesús surge como una respuesta a ese contexto.
Jesús hablaba de la recompensa de los justos con palabras como “Paraíso”, “cielo” o “seno de Abraham”. Y hablaba del castigo de los malvados con palabra como “Seol”, “Hades” y “Gehenna”. Aunque hablaba mucho de la vida después de la muerte, Jesús no dio muchos detalles al respecto; generalmente lo describe con un lenguaje simbólico y poético.
El mensaje de Jesús era apocalíptico, hablaba del final de los tiempos, pero no de una forma exagerada como otros grupos de su época. Jesús no andaba por los caminos de Galilea haciendo presagios alocados ni cargando un reloj del fin del mundo. Jesús no le daba la espalda al presente para enfocarse en la eternidad; más bien insistía en reconocer la presencia de Dios en la vida de todos los días: «Arrepiéntanse de sus pecados y vuelvan a Dios, porque el reino de los cielos está cerca» [Mateo 4:17].
Estamos acostumbrados a pensar que somos almas que esperan a la muerte para irnos a tocar el arpa en el cielo. Pero Jesús nos enseñó que debemos vivir entregados al Reino de Dios en cuerpo y alma, aquí y más allá, hoy y en la eternidad. Esa es la fe de los primeros cristianos. La resurrección de Jesús no solo les confirmó que Él era el Hijo de Dios, sino también que Cristo había matado a la muerte. La resurrección de Jesús era la primicia de nuestra resurrección. Porque «si nuestra esperanza en Cristo es solo para esta vida, somos los más dignos de lástima de todo el mundo. Lo cierto es que Cristo sí resucitó de los muertos. Él es el primer fruto de una gran cosecha, el primero de todos los que murieron» [1 Corintios 15:19-20]
Este es un tema apasionante. Si te interesa profundizar en el tema, te recomiendo el libro La vida, la muerte y el más allá a través de la Biblia, de Alfonso Pérez Ranchal.1 AQUÍ puedes descargar gratis un fragmento. El autor afirma: «La cuestión de la muerte y si creemos que existe algo tras la misma define en gran manera nuestra vida, nuestro estar en esta tierra. La concepción que tengamos sobre el más allá es la que realmente marca una diferencia en el más acá».
Termino con esta idea: ni en los evangelios ni en las cartas ni en el Apocalipsis encontramos una descripción detallada de cómo va a ser el fin del mundo, cuándo sucederá el juicio final, qué pasa exactamente cuando morimos y otras preguntas similares. Los que buscan desesperadamente ese tipo de respuestas en la Biblia, a menudo terminan forzando conclusiones que el texto no quiere darnos.
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No tenemos muchos detalles sobre cómo va a ser el más allá, pero sí dos convicciones fundamentales. Primero, que un día Dios va a restaurar todas las cosas: un cielo nuevo y una tierra nueva, donde no habrá dolor ni muerte. Y segundo, que mientras esperamos, lo que nos toca es ser fieles a Jesús y mantener viva la esperanza. Como pasaba con el pueblo de Israel, nosotros también caminamos por fe. No tenemos todas las certezas que quisiéramos. «Ahora vemos todo de manera imperfecta, como reflejos desconcertantes, pero luego veremos todo con perfecta claridad» [1 Corintios 13:12]. Los primeros cristianos tenían la convicción de que un día Jesús iba a volver; de los veintisiete libros del Nuevo Testamento, veintitrés mencionan explícitamente la Parusía, es decir, el regreso de Cristo.
Al igual que ellos, nosotros también seguimos caminando detrás de sus pisadas con la convicción de que el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo.
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