Siempre es Navidad

Jn. 1:1-18

“A Dios nadie le ha visto jamás, el Unigénito Hijo que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” Jn. 1:18.

“Así que dio a luz a su hijo primogénito y lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre porque no había lugar para ellos en el mesón”. Lc. 2:7.

A diferencia de Mateo y Lucas que describen en sus dos primeros capítulos el evangelio de la infancia de Jesús, Juan no empieza con un relato sino con un prólogo que abarca el capítulo 1:1-18 y que propone como clave de lectura de todo su evangelio. El evangelista no quiere convencernos de que Jesús es Dios, esa es una afirmación incuestionable desde el principio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios” (Jn. 1:1). Lo que Juan hace es llevarnos a la comprensión de que Dios es Jesús. Y ese Jesús, el Verbo encarnado, vamos a contemplarlo como un Dios inesperado e insospechado que desborda todas nuestras expectativas, poniendo en crisis todas las imágenes distorsionadas que hemos construido sobre él.

Este Jesús, que en el evangelio de Juan aparece como el eterno creador de todas las cosas, se nos revela desde el principio no en el Templo, sino en un establo; no en el poder, sino en la debilidad; no en la riqueza, sino en la pobreza. Siempre presente en los dramas de la condición humana, donde el frío aprieta, el trabajo agota, el dinero escasea, la enfermedad debilita y las pruebas afligen. Es ahí, en el espesor de la historia de la pasión del mundo donde se hace presente el niño del pesebre. Porque lo que de Dios conocemos en realidad se nos ha revelado a través de un bebé nacido en pobreza y sin poder, por eso, la grandeza de Dios es la de ese niño que no tiene otra grandeza que la de una humanidad solidaria con la nuestra, tanto en la alegría y el gozo, como en las noches oscuras y los abismos de la existencia.

Ahora bien, si Dios es Jesús de Nazaret desde su nacimiento, es preciso preguntarnos: ¿Qué aprendemos acerca de Dios en la primera Navidad?

HUMILDAD. El Dios que vino a este mundo no se acercó como un torbellino violento, ni como fuego devorador. El Hacedor de todas las cosas se hizo tan pequeño como un óvulo fecundado apenas visible y fue creciendo hasta que se formó como un feto, célula a célula dentro del seno de una nerviosa adolescente. El acontecimiento que dividió la historia y nuestros calendarios en dos partes, tuvo lugar en un oscuro y sucio pesebre. ¿Quiénes fueron los testigos? Asalariados analfabetos que cuidaban los rebaños de otros. Don nadies de quienes no se sabe ni siquiera sus nombres. Dios los escogió a ellos para contemplar el nacimiento del que sería llamado y conocido amigo de pecadores, pastor de los perdidos, amigo de enemigos y bálsamo para los heridos.

PERDEDOR. Este mundo se inclina a favor de los ganadores, los ricos y los poderosos, Dios sin embargo apuesta por los perdedores: “Quitó del trono a los poderosos y exaltó a los humildes, a los hambrientos colmó de bienes y a los ricos los despidió con las manos vacías”, Lc. 1:52-53. Quizás la manera de percibir la naturaleza “perdedora” de la encarnación es expresarla en términos que resulten afines para nosotros hoy: Una madre soltera se vio obligada a buscar techo cuando se encontraba de viaje fuera de su casa. Vivía en un país sometido que había sufrido la invasión de un imperio demoledor. Cuando su hijo nació tuvo que emigrar como refugiada a África, junto a su esposo y su hijo, para vivir como extranjera en un país desconocido ocultándose de su propio gobierno. A través de su experiencia, educación y vida familiar, la sensibilidad de Jesús se fue viendo afectada sobre todo por los pobres, los desamparados y los oprimidos, en otras palabras, los perdedores. Así era él.

VALIENTE. Hizo falta mucho valor para bajar a un planeta conocido por su violencia y a una raza que se distinguía por rechazar a sus propios profetas. ¿Qué hubiera podido hacer Dios más temerario que eso? ¿Cómo se sentiría Dios el Padre en esa primera noche, al ver que su Hijo manchado de sangre salía del seno materno para enfrentarse con un mundo injusto, frío y duro? (“El Jesús que nunca conocí” P. Yancey).

Este Jesús del pesebre, inmigrante, amigo de los últimos, pastor de los perdidos, bálsamo al herido y sensible al sufrimiento de todos es el mismo Unigénito Hijo que nos ha dado a conocer a Dios. Jn. 1:18. Él es la imagen del Dios invisible, Col. 1:15.  En él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad, Col. 2:9. Él es el resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, He. 1:1-3. Por eso, conocerle y sentirnos acompañados por él en el camino significa pensar, creer y vivir que, en la experiencia de cada día, siempre es Navidad.  Soli Deo Gloria.