Aprendamos a vivir con el necesario contentamiento con lo que tenemos, confiando el día a día a nuestro Dios para el sustento y el abrigo.
La codicia es la maldita raíz de la corrupción que se instala en el corazón humano con una facilidad asombrosa, y esta a su vez es la prima hermana de la envidia y también la hermana gemela de la avaricia, que solo quiere tener y obtener beneficios personales.
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La codicia siempre acostumbra a conseguir lo que se propone con malas artes y en perjuicio de cualquiera que se quiera interponer en su camino.
Cuando pienso en la codicia, vienen a mi mente diversas escenas y circunstancias que me recuerdan lo vulnerables que somos todos nosotros respecto a las ansias de conseguir u obtener lo que otros tienen y nosotros no poseemos; estamos hablando de cosas, posesiones y estatus de poder o posición social que en muchos casos nunca podríamos llegar a obtener y que nos seducen sutilmente; me estoy refiriendo a lo que la Biblia nos describe como los deseos de los ojos, los deseos de la carne y la vanagloria de la vida.
Al igual que las señales de tráfico, tanto verticales como horizontales y también el agente urbano nos advierten de normas y prohibiciones en la circulación, (porque de lo contrario, nuestras ciudades serian un caos total) de la misma manera, los mandamientos de Dios no son una molestia, ni tampoco ningún fastidio, porque Dios no es ningún aguafiestas, sino todo lo contrario, es como un Padre protector que nos alerta de los peligros que nos rodean en la vida y nos ofrece normas y principios que debemos de observar para que nos vaya bien y no seamos destruidos, ni tampoco nosotros perjudiquemos a otros al quebrantar ciertos principios éticos y relacionales, estos mandatos son lo que algunos psicólogos definen como el poder educativo de la advertencia.
Los diez mandamientos nos enseñan a relacionarnos con Dios correctamente y también como debemos de tratar con nuestros semejantes para una buena convivencia social.
A criterio de algunos, el décimo mandamiento de la ley de Dios es el más susceptible de ser quebrantado, y esto es aplicable a cualquiera de nosotros por nuestra inclinación instintiva hacía el deseo de codiciar lo que otros tienen en su haber.
Todavía no salgo de mi asombro, al ver y oír las nuevas versiones del anti evangelio que muchos charlatanes nos proponen hoy en día, exaltando la codicia como un bien supremo, invocando a toda costa la bendición material y económica de Dios, porque según estos trúhanes, Dios se ha comprometido a responder a nuestras codiciosas ambiciones y sueños y los hijos de Dios, según estos, no podemos estar bajo la maldición de la pobreza.
Se imaginan a nuestro Señor Jesucristo exaltando estas cuestiones en vez de predicar y enseñar las benditas y sobrias verdades del Reino de Dios entre nosotros.
Se imaginan al sufrido apóstol Pablo y a los demás apóstoles del Señor, promoviendo dichas patochadas en vez de predicar a Cristo y a este crucificado y resucitado, en el poder del Espíritu Santo.
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Desde luego que no sería una mala idea, que pudiéramos reflexionar todos y cada uno de nosotros sobre el origen de nuestros deseos y las falsas necesidades que nos hemos impuesto o qué quizás alguien nos ha hecho creer como ciertas; en este aspecto la publicidad actual juega un papel importante en esta cuestión de la codicia, porque lo único que nos produce en muchas ocasiones es una enorme ansiedad y frustración más que tranquilidad y paz en nuestros corazones.
Porque la codicia nos envenena el alma, nos roba la paz y nos hace pecar deliberadamente contra nuestro prójimo y por supuesto contra Dios mismo.
Las Escrituras nos advierten de “no codiciar cosas malas como ellos codiciaron” (refiriéndose a muchos del pueblo de Israel en el desierto), cosas que al final se convierten en una idolatría mental.
El afán materialista se ha convertido en un descarado caballo de Troya que se ha instalado hoy en día en infinidad de familias contemporáneas.
Aprendamos a vivir con el necesario contentamiento con lo que tenemos, confiando el día a día a nuestro Dios para el sustento y el abrigo, con la sobriedad y confianza que nos sugiere la misma Palabra de Dios para poder vivir en paz y en libertad.
Éxodo 20:17 / 1ª Timoteo 6: 8-10 / Filipenses 4: 11-13 /1ª Corintios 10: 6 / 1ª Juan 2: 16
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