En marzo del 2005 me operé y aquí estoy, diecisiete años después, escribiendo una nota sobre mi recordado amigo argentino.
Hoy amanecí con ganas de escribir.
Tengo pendiente algo sobre David, no acerca del David de la Biblia sino sobre otro David, más contemporáneo y no tan aventurerillo como aquél. Pero este David tendrá que esperar turno porque hoy voy a escribir sobre alguien que, en su momento, fue un amigo muy especial: Miguel Ángel De Marco. Nacido en Argentina, se transformó por esas vueltas de la vida en ciudadano del mundo, como muchos de nosotros. Han pasado años desde aquel día cuando sentado en el sillón del dentista costarricense que el mismo Miguel Ángel me había recomendado, recibí la triste noticia: Miguel Ángel falleció hoy. Fue un golpe demasiado duro del que todavía no me repongo.
Coincidimos Miguel Ángel y yo en el retiro que la Misión Latinoamericana llevó a cabo para todos sus misioneros allá por los mil novecientos y tantos en Cocoa Beach, Florida, a pasos de Cabo Cañaveral. Miguel hacía sus primeros acercamientos a la Misión; yo y mi esposa Cire ya éramos lamuseros viejos. A partir de ahí, Miguel y su esposa Liliana se integraron al equipo de la Misión. Se le asignó una oficina en el segundo piso del edificio de la Calle 36 mientras yo ocupaba una en el piso bajo.
Como cada cual se dedicaba a lo suyo y mientras las tareas no coincidieran en algún punto, nunca me interioricé mucho en la agenda de Miguel. Quizás a él le fue más conocida la mía. Me hizo la compaginación de los siete libros que ALEC publicó en 2006 bajo el título de Colección Primicias. Nos encontrábamos a menudo cuando subíamos a almorzar al comedor del tercer piso; pero incluso en tales ocasiones, hablábamos poco. Mamá nos había enseñado que no se habla con la boca llena. Lo que sí me llamaba la atención era una especie de carraspera persistente que Miguel trataba de manejar lo mejor posible. No recuerdo si alguna vez le hice notar mi preocupación por esa carraspera o quizás supuse que la tenía controlada.
Donde sí cultivábamos una buena amistad era cuando yo, por alguna razón de trabajo o simplemente para “estirar las piernas” subía a su oficina. En tales ocasiones, si estaba con su mate en ristre iniciábamos un vos-yo-vos amable. Nunca dejó de ofrecerme su mate por muy amargo que yo lo encontrara. Los rioplatenses toman el mate amargo; los chilenos, con azúcar pero en este caso, lo amargo del mate era compensado largamente con la dulzura de la charla. No eran conversaciones extensas pero sí llenas de referencias, recuerdos, anécdotas y risas muy propias de la gente del Sur. Nunca olvidaré aquellas mateadas. En la sede de la Misión, con gente metida en sus oficinas dedicada a sus quehaceres o yendo y viniendo por los pasillos, los encuentros chileno-argentinos eran un regalo especial que con cierta regularidad Miguel Ángel y yo nos dábamos.
Alguna vez estuve visitándoles en su casa. En otra, ellos estuvieron en la mía. Miguel se enamoró del “pan amasado” que hacía mi esposa. Al poco tiempo, se me ocurrió darle a probar un tipo de pan parecido y que era una de las novedades de un restaurante chileno de la zona. Lo encontró tan bueno que hice una especie de costumbre comprar una cantidad, ponerla a mi cuenta y decirle a Miguel que en su camino a casa pasara a recoger el pan que yo había ordenado para él. Era una manera, quizás, de devolverle la mano por esas mateadas tan “a lo compadre” que nos dábamos en su oficina del segundo piso.
Cuando regresé a Miami, traté sin resultados de comunicarme con Liliana o con sus hijos. No había teléfono, no recordaba la dirección de la casa, nadie supo darme alguna seña. Hasta ahora, no he vuelto a saber de ellos. Alguien, sin embargo, me dijo que, al parecer, Miguel Ángel había muerto por cáncer de esófago. Era un hombre joven, robusto, lleno de vida. Lo del cáncer de esófago me hizo pensar en mi propia experiencia. En el año 2004 fui diagnosticado con pre-cáncer de esófago. Mi gastroenterólogo recomendó cirugía. Cuando le pregunté qué pasaría si no me operaba, me dijo que podría vivir dos años más. Solo eso. En marzo del 2005 me operé y aquí estoy, diecisiete años después, escribiendo una nota sobre mi recordado amigo argentino Miguel Ángel De Marco. Quizás sea un homenaje tardío a alguien que supo ganarse el cariño de su vecino chileno; o fue una buena ocurrencia del chileno sobreviviente de un pre-cancer que supo compartir entre mate y mate lo bueno de la vida dejada allá lejos, entre la Cordillera de los Andes y la inacabable pampa argentina con sus yuyos y sus ombúes.
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