No hay mensaje más humanista, ecologista y esperanzador que el que nos presenta la Biblia, la cual nos desvela el futuro glorioso que Dios tiene preparado para su Creación.
Que este mundo nuestro tiene cada vez más problemas no resueltos y un futuro cuando menos gris oscuro es algo que reconoce cualquiera que tenga una medida razonable de sentido común y no se deje llevar por un optimismo injustificado. Está claro que los adelantos científicos que el hombre ha conseguido hasta ahora —muy impresionantes, por cierto1— solo han servido para ir poniendo parches a un medio ambiente cada vez más deteriorado y a una humanidad que no ha dejado de ser mortal y se ha revelado como el peor enemigo de sí misma y de la naturaleza que la rodea. La esperanza en que el hombre vaya a llevar a este mundo y a la sociedad humana al apogeo de su existencia —como, sin duda, desea— no tiene ningún fundamento sólido ni hay prueba alguna de que eso vaya a suceder.
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Ni todos los avances científicos y tecnológicos que ha logrado el ser humano, ni toda su filosofía, sociología, psicología y demás esfuerzos intelectuales, morales o religiosos por su parte, han podido liberar a la creación de esa “esclavitud de corrupción”2 de que nos habla la Biblia, ni hacer del hombre alguien mejor, en todos los siglos de historia que llevamos. Ni tampoco han proporcionado a nuestra sociedad una vida en paz y armonía como la que, sin duda, anhelamos3. De ahí que el apóstol Pablo incluya también al ser humano cuando dice que “toda la creación gime a una y a una está con dolores de parto hasta ahora”4. ¿Puede describirse mejor la situación de nuestro mundo?
Parece obvio que los ecosistemas del planeta y la humanidad que lo habita experimentan hoy un deterioro mayor que el conocido hasta ahora, pero sus ansias de permanencia5 y trascendencia6 —aunque no las expresen con palabras7— se verán finalmente satisfechas. Pero no será por obra del hombre ni se conseguirá por medios humanos8. No hay mensaje más humanista, ecologista y esperanzador que el que nos presenta la Biblia, la cual nos desvela el futuro glorioso que Dios tiene preparado para su Creación9.
Pero en este tiempo el descreimiento y la impiedad campan por sus respetos, y a Dios se le considera erróneamente algo del pasado10: una creencia “atávica” —dicen— superada por el ser humano, que ha alcanzado ya la madurez en su desarrollo evolutivo. Hay quienes afirman que la humanidad pronto incorporará a su palmarés el supremo éxito de la inmortalidad, la cual le será servida por la ciencia. ¡Ah, la ciencia…!11
Es difícil creer que Dios vaya a tolerar por mucho más tiempo este estado de cosas en el cual se impugna su soberanía12, se vulneran sus leyes, se derogan sus instituciones13, se destruye su creación14 y se deforma su imagen en hombres y mujeres.15 Como también que vaya a seguir permitiendo indefinidamente el asalto a su trono en que están empeñadas sus criaturas16.
Ser igual a Dios siempre ha sido el pecado latente en el corazón del hombre (varón y mujer) desde el principio, inspirado y alimentado por “el gran dragón, la serpiente antigua17, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero”18 y quien también incurrió en ese mismo error y sufrió las consecuencias19. En todas las ocasiones que lo ha intentado, el ser humano ha salido perdiendo20, y siempre será así hasta que comparezca en el juicio definitivo delante de su Creador21. Entretanto, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo permanecen ciegos a los juicios parciales de Dios en forma de guerras, pandemias, hambres, terremotos, etc., y tildan de agoreros a quienes tratan de llamar la atención sobre ellos22. De modo que se hace realidad la aseveración del apóstol, cuando dice: “Pero por tu dureza y tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios”23.
El reconocer a Dios como Creador y Sustentador de todo lo que existe24, y darle la gloria y las gracias por ello25, así como el aceptar el hecho de que “él nos hizo y no nosotros a nosotros mismos”26, es un must —como dicen los angloparlantes—, algo imprescindible, si queremos tener parte en la nueva Creación que Él finalmente establecerá27 y heredar la vida eterna que solo Cristo puede dar28. La fe en el único Dios verdadero y en su Hijo Jesucristo29 se requiere de todos los hombres y mujeres30, porque tanto los seres vivos en general como el hombre de un modo especial31, y el orden que gobierna el Universo32, son testimonios claros33 de que Alguien infinitamente poderoso34, sabio35 y bueno36 los ha creado y los mantiene con vida.
No reconocer a nuestro Creador, ni darle la gloria y las gracias que le son debidas37, y atribuir a la casualidad o a alguna fuerza ciega la formación de un mundo que corta la respiración por su belleza, orden y perfección es no tener ojos en la cara y ser unos insensatos, como dice la Biblia38. Y alabar a los hombres y las mujeres, o las obras de sus manos39 o de la inteligencia40 que Dios les dio41, o a otras criaturas, 42detrayendo de Él la gloria y la alabanza, es la causa de todos los males materiales, físicos, morales y espirituales que padecemos43.
En cuanto a quién es el responsable del estado actual del mundo, la Biblia no deja lugar a dudas: el culpable es el ser humano 44. Esto lo reconocen también los grupos ecologistas y algunas oenegés humanitarias no cristianas, aunque no puedan aportar ninguna solución válida y definitiva al problema por haber dejado a Dios fuera del cuadro y echar la culpa solamente a una parte de la sociedad. La realidad es que todos somos responsables y todos necesitamos reconocerlo y arrepentirnos, como dijo el propio Jesús45.
Los que hemos leído la Biblia ya conocemos sobradamente el relato de la creación del mundo que encontramos en los capítulos 1 y 2 del libro de Génesis, así como el de la caída del hombre y las consecuencias que esta tuvo para la humanidad y la Creación entera. Dichas consecuencias se nos refieren en el capítulo 3 del mismo libro, con la ilustración práctica de su capítulo 4, cuando el hombre se convierte en el peor enemigo del hombre con el asesinato de Abel por parte de su hermano Caín. “El pecado entró en el mundo por un hombre —nos dice el apóstol Pablo, refiriéndose a Adán—, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”46.
De esta manera explica la Biblia el origen de la condición mortal del ser humano47, de que la naturaleza esté como está48 y de que el hombre se haya convertido en el mayor depredador de su propia especie y de todo su entorno natural, cuando su función era la de cuidar y gestionar el mundo sobre el que Dios le había puesto49. Nuestra rebelión contra el Creador nos ha granjeado todo tipo de males50 y convertido de virreyes en parias51. No será hasta que volvamos a reconocerle y honrarle como Dios cuando recuperemos el lugar privilegiado para el cual fuimos creados52. Entonces —como tan poéticamente anuncia el profeta Isaías— “los montes y los collados levantarán canción delante de [nosotros] y todos los árboles del campo darán palmadas de aplauso”53. ¡Toda la Creación se regocijará por nuestra manera de gestionarla y cuidarla!54.
Pero para eso tiene que haber un cambio radical en el ser humano que dé paso a un hombre nuevo, a una nueva humanidad, algo que solo Dios puede hacer55.
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Esos nuevos hombres y mujeres que habitarán la tierra56 cuando Dios haga “nuevas todas las cosas”57 se han ido gestando a lo largo de la historia humana en el seno del pueblo de Dios58. Son los que han reconocido y adorado al Dios verdadero59 y creído y obedecido su palabra, mayormente —al principio— de la descendencia física de Abraham60, pero con la venida al mundo de Jesucristo y su sacrificio en la cruz, “de toda tribu, lengua, pueblo y nación”61. “Si alguno está en Cristo —dice el apóstol Pablo—, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”62. Este proceso de gestación, sin embargo —y el nacimiento propiamente dicho de esos hombres y mujeres nuevos— no se completará hasta que salga a la luz la inmortalidad para ellos63 con el regreso de nuestro Señor Jesucristo en gloria64: “el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:21). Esto es aún algo futuro, aunque —en vista de cómo está el mundo— quizá no se dilate demasiado65.
A Dios no le tomó por sorpresa la rebelión y caída de la primera pareja humana66, ni eso le obligó a concebir apresuradamente un supuesto “plan B” que consistiría en enviar a su Hijo al mundo para redimirnos de nuestros pecados y reconciliarnos con Él por medio de la cruz67. No es esto lo que enseña la Biblia, cuando nos habla de la revelación del “misterio escondido desde los siglos en Dios”68 o del “propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor”69. Ni tampoco cuando se refiere a Jesús como “el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo”70. No, aquel fue su “plan A”. ¡O más bien su único plan! Porque no había concebido ningún otro ni tenía necesidad de hacerlo. Ya que Dios es “el que hace todas las cosas según el designio de su voluntad”71 y no puede ser estorbado por nada ni por nadie cuando se propone llevar algo a cabo72. La misma muerte de Jesús, perpetrada por sus enemigos físicos y espirituales73, no constituyó la victoria de estos sino que cumplió el plan eterno de redención de Dios74.
Es evidente que ese plan que Dios había determinado no lo realizaría por medio de Adán, sino de Jesús. Y no sería un plan de creación, sino de redención —o de segunda creación75, si se quiere—: de rescate y reconciliación con Dios de todas las cosas que el primer hombre, Adán —el hombre “terrenal”—, habría echado a perder. Esto se llevaría a cabo mediante la muerte vicaria y la resurrección de, nuestro Señor Jesucristo76. Él sería quien, resucitando, proveyera esa nueva humanidad77 destinada a heredar, poblar y gobernar la tierra en la nueva Creación78. Una nueva humanidad portadora de la imagen divina que Dios quería ver en el hombre: la imagen de su amado Hijo Jesús 79.
Para que el propósito de Dios al crearlo todo alcanzara su “apoteosis”80 se necesitaba, primeramente, el paso del tiempo, a fin de que los seres humanos se propagaran y llenaran la tierra81. En segundo lugar, aunque Dios lo dejó en manos de ellos, está claro que Él quería que el hombre y la mujer comieran del árbol de la vida y vivieran para siempre82. Esto lo corroboró enviando a Jesús para dar vida eterna a cuantos creyeran en Él83. Y, por último, su plan eterno llevaba implícito que el ser humano tendría que ejercer autoridad y administrar la tierra y al resto de sus criaturas, para lo cual lo había creado a su imagen y semejanza84.
“¿Qué es el hombre —se pregunta David—, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies”. A lo que responde el escritor de Hebreos: “Pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra…”85.
Dios no sujetó a los ángeles el mundo venidero, sino a los seres humanos86, lo cual quedó pospuesto —al igual que la inmortalidad— por la caída del hombre, a fin de que el propósito eterno de Dios se cumpliera por medio de Jesús. Él es la cabeza de la nueva humanidad87, “hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras”88 y destinados juntamente con Jesús a heredar89 la nueva Creación, “libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios”90. ¿Puede haber un mensaje más esperanzador, humanista y ecologista que el de la Biblia?
Notas
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