La cuestión de fondo es si confiamos en Dios de tal manera que hacemos de su palabra el principio organizador de toda nuestra vida.
Hace muchos años, Joan Baptista Humet compuso una canción que decía así: “Habrá que hacerse a la idea de que está subiendo la marea y esto no da más de sí”. Si miramos el paisaje que nos circunda desde una percepción cristiana, es cierto que no vivimos una época de cambio, sino un cambio de época. Y parece que la marea está arrasando los espíritus, entre otras cosas, porque la idea de trascendencia y todo lo relacionado con Dios ha sido orillado y enviado a los márgenes, en medio de un mundo que parece perfectamente instalado en la finitud sin necesitar nada más.
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Ahora bien, lo verdaderamente importante, en principio, no es si el mundo creo o no en Dios, sino si creemos nosotros. No hablamos solo de aceptar su existencia, porque “también los demonios creen y tiemblan” (Stgo. 2:19). Es posible creer y, sin embargo, ser un demonio. La cuestión de fondo es si confiamos en Dios de tal manera que hacemos de su palabra el principio organizador de toda nuestra vida ¿Nos siguen hablando las Sagradas Escrituras? ¿Nos dice algo el Espíritu en estos tiempos desolados? ¿O hemos creado anticuerpos resistentes a la acción de la Palabra de tal modo que nos resbala su poder transformador? ¿Qué creemos? ¿Por qué creemos? ¿Cómo vivimos lo que creemos? Porque el vivir influye tanto en el creer como el creer en el vivir.
“Justificados, pues, por la fe tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo… Por gracia sois salvos, por medio de la fe… el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley” (Rom. 5:1; Ef. 2:8; Rom. 3:28).
Partimos de la acertada convicción de que las obras no cotizan para la salvación, que es por la sola fe y por la sola gracia. Y vivimos convencidos de que no existe mérito alguno por parte nuestra que pueda añadir algo a la obra de Cristo en la cruz. Sin embargo, a menudo cometemos un grave error de perspectiva que nos desorienta y descoloca. Nos convencemos de que la vida a partir de la fe irá sobre ruedas, siempre que hagamos lo que tenemos que hacer porque establecemos erróneamente una correspondencia entre las obras y sus resultados: Si somos todo lo buenos que hemos de ser, Dios nos premiará. Es decir, practicamos la fe en términos de relación contractual: Nosotros creemos y Dios privilegia nuestra fe otorgando todos los pedidos.
¿Dónde se encuentra el error en este modo de comprender la fe? En situar el creer bajo el “esquema de la ley”. Es decir, si la fe es un modo de cumplir para esperar resultados de Dios, entonces lo único que importa es lo que hacemos y lo que recibimos por eso a cambio, pero no Dios mismo. Esta distorsión tiene unas consecuencias graves, porque si entendemos el creer como un “negocio”, entonces la integridad de esa fe dependerá en exclusiva de las contrapartidas que recibamos de parte del Señor, ignorando que nuestras expectativas pueden verse defraudadas por las circunstancias brutales que la vida tantas veces depara.
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La fe nunca es una experiencia resultadista que espera ser gratificada por un Dios al que le hacemos el favor de creer. No creemos en primer lugar para recibir una contraprestación. Creemos porque hemos confiado en el Señor por quién es él, por su carácter, por sus obras a favor nuestro, por su iniciativa eterna de buscarnos, encontrarnos, salvarnos, liberarnos y acompañarnos siempre en el camino, a pesar de todas las contradicciones, sombras, y complejidades de nuestra torpe y vulnerable vida. Necesitamos a Dios más que cualquier otra cosa que podamos obtener de él. Y la mayor bendición que podemos recibir de la relación con este Dios es saber que, pase lo que pase, siempre estará con nosotros porque somos sus hijos, porque nos ama y porque nunca nos dejará y esa seguridad no tiene precio, porque es el navegador que mueve y dirige nuestras vidas para siempre. Soli Deo Gloria.
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