La iglesia ofrece la gracia que la convierte en una comunidad que acoge, acompaña, alienta y sostiene desde el poder fraterno del amor y la potencia del Espíritu.
1 Tes. 5:14; Rom. 12:15 – “… Que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos… Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran”.
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Abro Instagram. Miro el último artículo publicado para ver los “Me gusta” recibidos. De pronto, me paro a pensar en todo lo que veo. Fotos, comentarios, historias de personas que comparten momentos puntuales de su vida haciendo creer a los demás que son los más deportistas, los más sanos, los más sexys, los que tienen cuerpos más esculturales o los que se pasan la vida viviendo a cuerpo de rey viajando por todo el planeta. Si alguien viniera de otro planeta y solo visitara la red social Instagram, pensaría que este es un mundo very happy.
Y, entonces, me pregunto: ¿Es éste un mundo tan feliz de verdad? ¿Les va a todos super mega guay en la vida? ¿O es todo, en buena medida, una trola que enmascara la esfera de la intimidad ignorando y orillando el dolor, las miserias, las frustraciones, los miedos, los fracasos, las debilidades y las amarguras que nos habitan? ¿Por qué no editamos casi nunca en redes sociales la verdad de nuestra realidad? Si casi todo es apariencia durante tanto tiempo ¿Podría esto llevarnos a olvidar quiénes somos? ¿No sería esa, en el fondo, una patología que necesita sanidad?
En este proceso ininterrumpido de colocar en el escaparate de la vida solo lo que es agradable y gratificante, corremos el peligro de alienarnos hasta el punto de fabricar una imagen de nosotros mismos que acaba por usurpar el lugar de la realidad. Vivimos sumergidos en un mundo de apariencias en el que nadie es quien parece o nos venden, hasta el punto de que terminamos por ignorar nuestra propia identidad personal en este inabarcable mar de ficciones que desfiguran y ocultan la verdad. Sin dedicarle el tiempo necesario a nuestro propio ser, estamos destinados a convertirnos en una simple sombra de nosotros mismos.
El evangelio de Jesús de Nazaret nos muestra cómo experimentar una vida comunitaria en la que los pedazos rotos y enfermos de nuestro propio interior, no solo no son rechazados, sino que son acogidos con amor y comprensión. Porque la iglesia es un lugar lo suficientemente grande y espacioso para recibir sin juzgar, ni condenar a todos aquellos que se acercan para experimentar la sanidad que regala la gracia de Dios. Una gracia ante la que no necesitamos aparentar, ni disfrazarnos, porque milagrosamente nos acepta como somos para iniciar un proceso de sanidad y reconciliación.
El problema es que, contaminados como estamos, con los valores de este mundo, como la inmediatez, la prisa y las soluciones “click” solemos pensar que el evangelio resuelve mágica e inmediatamente todos nuestros problemas como si fuese un analgésico. Pero no es cierto. Es un error pensar que por el hecho de creer en el Señor y pertenecer a la iglesia podemos invocar el slogan “Esto funciona” como si la fe cristiana y la vida comunitaria fuesen una especie de “epidural” que quita inmediatamente el dolor sin más. Nada de eso. René Brown escribe estas palabras relatando su propio testimonio: “Pensé que al participar de la fe y pertenecer a la iglesia me dirían “Te sacaré el dolor y la incomodidad”, pero me dijeron: “Me sentaré junto a ti durante el proceso como una partera” (“Buscar el Domingo”. R. H. Adams).
He. 2:10 – “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos”.
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“Autor”, significa pionero, el que abre camino. Jesús ha participado de dolor de este mundo. Tenemos un Señor experimentado en quebranto que llevó en la cruz no solo nuestros pecados, sino también nuestros dolores y nuestras enfermedades: “… Llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores” (Is. 53:4). A partir de la vida, la cruz y la muerte de Jesús es posible afirmar que el sufrimiento es lugar de encuentro con él. No existe solo una cristología de la redención, sino también una cristología de la sanidad, una cristología de la solidaridad, una cristología pastoral; porque no hay ninguna esfera de la vida que quede fuera de la salvación que Dios ofrece.
La fe en el evangelio y la comunidad cristiana no ofrecen una cura rápida de todo aquello que nos hiere, rompe o deshumaniza. La iglesia, en realidad, ofrece la gracia que la convierte en una comunidad que acoge, acompaña, alienta y sostiene desde el poder fraterno del amor y la potencia del Espíritu. Porque sanar no es un acto, sino que es, como decía Rachel Held Adams: “Un viaje que recorremos a medida regresamos a la memoria de Dios”. A veces, nos unen más nuestros sufrimientos que nuestras convicciones, sobre todo, porque solo podemos conocer y ser conocidos cuando tenemos el valor de mostrar cómo la vida nos ha marcado.
Cuando somos capaces de compartir como hermanos, en la presencia de Dios, todos nuestros quebrantos, sin necesidad de aparentar, ni de enmascarar nuestra propia realidad interior, sintiendo que somos recibidos, comprendidos, perdonados y acogidos en una comunidad de pecadores perdonados, entonces y solo entonces la iglesia se convierte de verdad en una comunidad sanadora capaz de sanar las llagas del dolor de mundo. Soli Deo Gloria.
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