Antes de actuar basados en sentimientos intensos, antes de arruinar amistades y alterar iglesias, sería prudente examinar por qué nos sentimos heridos y enfadados.
Érase una vez un hospital que cuidaba maravillosamente a sus pacientes. Los médicos y las enfermeras eran diligentes, trabajaban bien como equipo y amaban su labor. La moral estaba alta. Se realizaron cirugías. Los enfermos se curaron.
Sin embargo, al principio lentamente pero luego de forma decisiva, la atmósfera comenzó a cambiar. Algunos de los médicos y enfermeras lanzaron acusaciones contra sus compañeros, afirmaron estar profundamente heridos por un ambiente de trabajo tóxico. Se derramaron lágrimas y se escribieron cartas, denunciando una cultura de abuso, parcialidad y liderazgo autoritario.
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Los responsables que fueron acusados quedaron estupefactos. Ciertamente no eran perfectos, pero consideraron los sucesos llevados a las acusaciones como instancias menores – el tipo de malentendidos que ocurren en cualquier entorno de trabajo con mucha presión: instrucciones dadas a gritos por la coordinadora de enfermería en una emergencia; un médico al que se le habían asignado demasiados turnos de noche; un interno reprendido por falta de puntualidad. Dichos responsables invitaron a los acusadores a no tomarse las cosas personalmente y aceptar las exigencias del trabajo. “Después de todo, ¡tenemos vidas que salvar!”.
Los acusadores no se lo podían creer. “¿Cómo? ¿Hemos sido dañados y resulta ser nuestra culpa?”. Afirmaron que su trauma había empeorado después de escuchar excusas tan indiferentes. “¡Qué falta de pura decencia humana!”.
Al ver que nada se había resuelto, la dirección del hospital llamó a las autoridades para investigar el asunto. Su esperanza era que se utilizaran criterios objetivos – desarrollados durante décadas por la comunidad médica – para discernir si había habido alguna negligencia. Los responsables buscaban un informe con autoridad que discerniera si las acusaciones tenían fundamento.
El problema fue que, en este caso, apelar a autoridades superiores solo caldeó más el ambiente. Los acusadores afirmaron que los investigadores no tenían autoridad porque eran parte del “sistema”. Presentaron nuevas acusaciones y más cargadas, y aseguraron estar tan traumatizados por la situación que dejarían sus profesiones para siempre.
Lo que ocurrió en este hospital ficticio está sucediendo en todo tipo de instituciones, incluidas las iglesias. Nuestra conciencia sobre las dinámicas de poder y liderazgo abusivos ha ido en aumento estos últimos años. Las víctimas han sido debidamente escuchadas, los líderes corruptos han sido expuestos y los estudios revelan que la mayoría de los informes de abuso a través de canales apropiados se consideran creíbles y verdaderos.
También es cierto, no obstante, que la palabra “abuso” se usa cada vez más en las conversaciones y el tribunal de la opinión pública sin un criterio definido. Las acusaciones crean nubes de sospecha antes de que se investiguen adecuadamente, y las generaciones más jóvenes (escribo esto como alguien que todavía está en sus treinta) se dejan llevar cada vez más por sus emociones, siendo más propensas a emitir juicios antes de que se emita un veredicto final.
Debemos proteger a nuestras iglesias de los líderes corruptos, por supuesto. Pero también debemos protegerlas de otro desafío: un evangelio nuevo y falso de sentimientos heridos.
Según esta nueva doctrina, el criterio para discernir lo que está bien o mal no es la Palabra de Dios, sino la percepción de la persona que reclama el daño. Tales afirmaciones a menudo surgen de interpretaciones subjetivas y no de hechos objetivos. La clave del problema ya no es el pecado del que nos responsabilizamos, sino las heridas infligidas por otros, dando así voz a aquellas personas que gritan más fuerte en lugar de a las que escuchan seriamente.
Una vez más, las víctimas deben ser escuchadas y juzgadas con justicia. Pero la postura de victimismo se ha generalizado tanto que en algunos casos ha llevado a rebeliones de los inmaduros contra los maduros, de personas litigiosas contra líderes pacíficos y abnegados.
Necesitamos darnos cuenta de que este es un evangelio falso, uno que define la realidad con sentimientos subjetivos. Su autoridad es el yo soberano, no la Palabra de Dios. Y después de años de estrés pandémico y polarización política, esta nueva doctrina amenaza con distraer e incluso socavar a las iglesias a través de pequeños conflictos.
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El hecho de no empatizar completamente con las personas que dicen estar heridas puede sonar a indiferencia. Pero tomar conciencia de este nuevo pseudo-evangelio no significa que demos menos crédito a víctimas reales que hayan sufrido. De hecho, tener estándares objetivos nos ayudará a protegerlas mejor, asegurándonos de que los reclamos legítimos de abuso no se agrupen con disputas laborales y desacuerdos relacionales relativamente menores.
Cuando alguien afirma estar herido, pueden estar pasando muchas cosas. Puede haber una ofensa tan seria como la retrata la persona. Es posible que el dolor desencadene problemas no resueltos del pasado, por ejemplo, cuando un joven cuyos padres se divorciaron cuando él era niño siente que su pastor lo está rechazando porque ese pastor no está disponible para reunirse con la frecuencia que le gustaría al joven.
Una sensación de dolor también puede surgir de la inmadurez. A veces una iglesia es tan acogedora que las personas emocionalmente inmaduras esperan ser aceptadas incondicionalmente y se ofenden personalmente si alguien, por amor, les señala un área de crecimiento personal. Como escribe Peter Steinke,
Las personas varían considerablemente en la forma en que abordan los sucesos emocionalmente desafiantes. En el lado inferior (inmaduro), las personas son reactivas. Culpan más a menudo; critican duramente; se ofenden fácilmente; se enfocan en los demás; quieren soluciones instantáneas; no pueden ver su parte en los problemas. En el lado superior (maduro), las personas son más consideradas y reflexivas; actúan por principio, no por instinto; pueden retroceder y observar. Son receptivos.
Las personas maduras sufren. Las personas inmaduras sufren igualmente, creando a su vez un drama innecesario.
Sobre todo, las heridas también pueden surgir de nuestro pecado. Cuando Caín se enojó porque Dios aceptó la ofrenda de Abel y no la suya, Dios le pidió a Caín que examinara el pecado en el interior de su herida: Entonces el Señor le dijo a Caín: “Por qué te has enfurecido? ¿Por qué ha decaído tu semblante? Si haces lo bueno, ¿no serás enaltecido? Pero si no haces lo bueno, el pecado está a la puerta y te seducirá; pero tú debes enseñorearte de él”. (Génesis 4:6–7).
"¿Por qué te has enfurecido?" es una pregunta que muchos de nosotros debemos examinar. Antes de culpar a los demás, vale la pena reflexionar. ¿Estoy viendo las cosas objetivamente o hay un dolor del pasado que está coloreando la forma en que experimento los eventos presentes? ¿Hay inmadurez o expectativas inapropiadas de mi parte? ¿Hay algún pecado dentro de mí que esté oscureciendo mis sentimientos?
Las personas espiritual y emocionalmente maduras ponen sus sentimientos en perspectiva, asumen la responsabilidad de sus acciones y dejan que el dolor moldee su carácter. El sufrimiento devoto edifica y une. La fe da forma a la vida y crea comunidades redentoras.
Pero cuando hay una falta de salud emocional o madurez espiritual, magnificamos los desaires, nos vemos sólo como víctimas y dejamos que las heridas nos abrumen. El drama inmaduro perturba y divide. La vida da forma a la fe y crea relaciones rotas y aislamiento.
Mi esperanza no es desacreditar a las personas que afirman estar lastimadas; muchos han sido verdaderamente heridos y necesitan ser escuchados. Mi oración es que antes de actuar basándonos en emociones fuertes, arruinar amistades y perturbar iglesias, tengamos la sabiduría para examinar por qué nos sentimos heridos y enfadados. Entonces, las víctimas reales recibirán justicia, las afirmaciones infladas no generarán nuevas víctimas y el verdadero evangelio de la gracia de Jesús para con nosotros, pecadores, brillará sin igual.
René Breuel es el pastor fundador de Hopera, una iglesia en Roma, Italia, y el autor del libro La Paradoja de la Felicidad.
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