El difícil itinerario del sufrimiento

Mt. 5:4 – “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados”.

Hablar del sufrimiento es entrar en un terreno en el que siempre tenemos más preguntas que respuestas. Y esas preguntas, la mayor parte de ellas imposibles de responder, son para todos las mismas: ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no has intervenido Señor? ¿Por qué… por qué… por qué?

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En el fondo, reclama más coraje y valentía dirigir estos interrogantes a Dios, que resignarnos a encontrar consuelo delante de una taza de café. Sobre todo, porque en el fondo no se trata sólo de preguntas. Detrás de todos estos interrogantes existe una profunda corriente de emociones y sentimientos encontrados: perplejidad, incomprensión soledad, opresión, enojo, pesadumbre y, sobre todo, dolor, mucho dolor.

Hay experiencias en la vida, como puede ser la pérdida de un ser querido, que nos colocan al límite de nuestras fuerzas y aún más allá porque desbordan todas las posibilidades humanas, desnudan todos los recursos propios y nos sitúan en la frontera de la contradicción. El apóstol Pablo, haciendo lectura de situaciones de tribulación brutales vividas por él, dice:

“Fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida…. Tuvimos en nosotros sentencia de muerte para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos” (2ª Co. 1:8-9).

No podemos leer la realidad de un modo distorsionado como si a los cristianos el dolor, el peso de la angustia y la tristeza nos pasasen por encima sin ni siquiera tocarnos, porque eso sería engañarnos a nosotros mismos y a los demás. Hay momentos en ese proceso en los no podemos más, estamos hartos, pensamos que la carga es demasiado pesada, nos sentimos incapaces de continuar en el camino y creemos estar atrapados en una prisión de lágrimas y dolor de la que no sabemos cómo salir. Cuando pensamos que no podemos hacer nada de nada, cuando sentimos que el suelo se hunde debajo de nuestros pies, todavía hay algo que podemos hacer y que resulta sanador en el difícil itinerario del sufrimiento.

1. Expresar el dolor.

Lo primero que podemos y debemos hacer es lo más humano del mundo: Mostrar lo que sentimos con libertad y sin reservas.

Gn. 23:2 – “Y murió Sara…. En la tierra de Canaán; y vino Abraham a hacer duelo por ella y a llorarla”.

Después de muchos años de camino juntos, la esposa y compañera de Abrahám murió. Lo que él necesitaba hacer en ese nuevo tiempo de pérdida y ausencia de su ser más querido era llorar, expresar dolor. Nada importaba más. El duelo se cruza en la vida como un proceso que obliga a pararse, reflexionar y mirar cara a cara el dolor y la tristeza. Es imprescindible. Se trata del principio de un proceso que conduce a la restauración emocional.

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2. Compartir el dolor.

1ª Co. 12:26-27 – “De manera que, si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan. Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular”.

Tenemos la necesidad y la responsabilidad de compartir el dolor en la comunidad cristiana, pero también tenemos el derecho de esperar que exista empatía ante él. Dice la Escritura que, cuando uno miembro padece, todos los miembros comparten ese sufrimiento con él. Somos llamados a practicar una pastoral comunitaria dejándonos afectar por la aflicción de nuestros hermanos. El dolor nunca puede aliviarse solo con palabras, sino con la presencia sanadora de los otros acompañando, sosteniendo y acogiendo.

3. Continuar viviendo.

 Con frecuencia, frente al golpe que nos produce un dolor muy profundo, nos sentimos incapaces de dar un paso más. Pensamos que resulta imposible seguir adelante porque la carga produce un bloqueo interior que tiende a paralizar la vida.

2º Sam 12:22-23 - “Viviendo aun el niño, yo ayunaba y lloraba diciendo: Quién sabe si Dios tendrá compasión de mí y vivirá el niño? Mas ahora que ha muerto ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, más él no volverá a mí y consoló David a Betsabé su mujer…”.

David perdió a un hijo recién nacido. Enterrar a un hijo es un drama que produce un dolor brutal. Pero David hizo aquí una declaración memorable. No podía hacer nada por su hijo porque había muerto y sabía que se encontraba en las mejores manos. Pero sí podía hacer algo por sí mismo: seguir viviendo.  Siempre nos faltará el que ha partido; siempre quedarán las cicatrices del sufrimiento, pero aun podemos seguir viviendo con lo que nos queda. Porque, si hay esperanza, la vida posee un dinamismo que la retroalimenta y la renueva.

En medio del dolor, por intenso que sea, la vida vale la pena por sí misma. Pero también vale la pena porque hay otros al lado que sufren, que viven y que nos necesitan. Martin Luther King, en uno de sus discursos más célebres dijo esto: “Cuando mi sufrimiento aumentó, me di cuenta de que solamente había dos maneras de afrontar la situación: reaccionar con amargura, o transformar ese sufrimiento en una fuerza creativa. Y elegí este último camino”.

La fuerza creativa que nos sostiene para continuar viviendo ante las noches más oscuras es el poder del Espíritu de la resurrección que levanto de los muertos a Cristo Jesús. Rom. 8:11 – “Si el Espíritu que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales”.