Ojos parados, congelados, como moviendo el iris por dentro, buscando entre los pensamientos las respuestas a una guerra que no entienden.
Son las seis de la mañana. Hemos pasado la noche en un convento en Przemyśl (Polonia), a catorce kilómetros de la frontera. Nos dirigimos al gigantesco supermercado Tesco que, gracias a que cerraron recientemente todas sus sucursales en Polonia, ahora sirven de pabellones de acogida a refugiados por todo el país. Ahí tenemos aparcados los dos camiones, uno de ellos de doble remolque, cargados con gasolina para más de 1.000 kilómetros y llenos de pallets con colchones nuevos, comida y productos higiénicos.
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Una vez en la frontera, parece que coincidimos con el cambio de guardia. Toca esperar. Nos piden papeles. Toca esperar. Nos piden pasaportes. Toca esperar. Nos vuelven a pedir papeles. Toca esperar. Y se repite la escena en la aduana de Ucrania. En total, hemos perdido cinco horas y a una de las compañeras que se dejó el pasaporte en su casa.
[photo_footer]Foto: Pau Abad, GAiN.[/photo_footer]
La noche pasada fue la primera en la que Rusia atacó posiciones occidentales. En concreto, en los aeródromos de Lutsk e Ivano-Frankivsk. En la propia frontera, mientras esperamos nuestros pasaportes, nos juntamos junto a un grupo de transportistas. Hablo con dos de ellos. Son de Ivano-Frankivsk y van para quedarse. Transportan agua. Ojos parados, congelados, como moviendo el iris por dentro, buscando entre los pensamientos las respuestas a una guerra que no entienden.
Estamos en Ucrania. Tras pasar la cola de buses y de refugiados entrando a pie, las calles se vuelven vacías e inhóspitas. Más tarde encontraremos más tráfico, más vida, pero aquí en los pueblos de Shehyni y Volytsya parece que no quede nadie. Además, la carretera está terriblemente bacheada. Aunque no sea ese el motivo de los baches, es la sensación de entrar en un país en guerra desde el minuto uno.
[photo_footer]Foto: Pau Abad, GAiN.[/photo_footer]
Unos kilómetros después de Leópolis vemos un fuerte accidente de tráfico que debe haber ocurrido hace apenas unos segundos. Si hubiese estado en el camión de delante no me lo hubiese perdido. No es el único coche accidentado que veremos. Serán los nervios, o las prisas, o el fuego cruzado al que se están sometiendo sus mentes.
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Los checkpoints no son tantos como esperaba y en todos nos dejan pasar sin preguntar al ver en nuestro parabrisas el icono de ayuda humanitaria, aunque por error ponga “Ralief” en vez de “Relief”, lo cual, en realidad, le da un toque más local y campechano. A derecha e izquierda, todas las salidas de la carretera están atrincheradas. Aunque es claramente mayor el número de coches dirigiéndose a Polonia, también hay vehículos en dirección a Kiev. Quizá influya el supuesto alto el fuego de veinticuatro horas declarado por Rusia desde las ocho de la mañana.
Son más de las cinco de la tarde. Tras más de cinco horas de carretera, llegamos a nuestro destino en Rivne: un almacén que ha alquilado una red de iglesias protestantes para llevar la ayuda a los lugares más afectados por la guerra y todavía accesibles. Ahí, tres decenas de jóvenes nos esperan para descargar la ayuda. Entre los jóvenes me encuentro rarezas como Andrei, de 37 años, emigrante ucraniano que ha venido con su mujer e hijos pequeños desde EEUU para ayudar a sus compatriotas. «Oré a Dios y en mi interior sentí que quería ayudar, no quería quedarme en Estados Unidos mirando lo que pasaba», me dice.
[photo_footer]Foto: Pau Abad, GAiN.[/photo_footer]
Después nos llevan a la iglesia que se ha reconvertido en un albergue improvisado para las personas y familias que van de paso a Polonia. Mientras cenamos, uno de los responsables me mira con los ojos abiertos de par en par y pronuncia las palabras: “Es como estar viviendo en una pesadilla”. Después de cenar, mientras el resto arregla trámites y papeleo, conozco a Artem, un joven de 19 años que ha llegado con sus abuelos. Vivía con ellos en Kiev porque estaba empezando sus estudios en el Instituto Politécnico de Kiev. Sus padres y hermana pequeña viven en Jersón y ahora mismo les es imposible huir.
[photo_footer]Foto: Pau Abad, GAiN.[/photo_footer]
Se nos ha hecho tarde. Son más de las siete y el toque de queda empieza a las diez. Salimos disparados. En cada curva pienso que el tráiler volcará y nos arrastrará. Cruzamos más checkpoints. En uno de ellos me pillan sacando una foto. Me hacen bajar. Borro las fotos delante de ellos y me despiden alegremente. Viktor, el conductor, de por sí gruñón, se enfada. Luego no dejará de llamarme “Paparazzi”.
En uno de los últimos checkpoints, un soldado se fija en los colores ucranianos y el “Ralief Support” de nuestro parabrisas. Nos despide con la mano en el corazón y se inclina en señal sincera de agradecimiento.
Por fin llegamos a la frontera. Son las once de la noche. Coches, furgonetas y autobuses se apelotonan. Voluntarios de World Central Kitchen van de vehículo en vehículo anunciando que nos podemos acercar a recoger comida mientras esperamos. Acepto la oferta, pero antes de encontrar el lugar, un compañero del camión de delante me trae pan y salchichas. Hacía unos momentos habíamos bromeado por radio sobre pedir unas pizzas en la frontera previendo que íbamos a tardar en salir. No nos equivocamos. Acabaremos viendo el amanecer desde la frontera.
[photo_footer]Foto: Pau Abad, GAiN.[/photo_footer]
Pasadas las tres de la madrugada, me acerco a los servicios entre la aduana polaca y la ucraniana. Un grupo de personas refugiadas ha bajado de uno de los autobuses. Veo sobre todo mujeres y niños. El último de todos, a unos pasos de distancia de su madre, un niño de unos ocho años. Está llorando.
Inmediatamente discierno en su expresión que este niño no llora por quejarse ni porque su hermana le ha robado el juguete o la tablet. Tampoco llora porque su madre le haya castigado. En ese momento descubro que hay llantos y llantos. Este niño llora de miedo. Llora de frustración. Llora de impotencia por no saber ni entender lo que está pasando. Llora de pura rabia porque le ha tocado vivir a él lo que ningún niño debiera vivir.
No tengas miedo ni sientas pánico frente a ellos, porque el Señor tu Dios, él mismo irá delante de ti. No te fallará ni te abandonará.
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