La Septuaginta (traducción del Antiguo Testamento al griego), la Peshitta (traducción al arameo) y la Vulgata Latina (por Jerónimo al latín), significaron grandes contribuciones para extender el conocimiento de la Palabra.
No hay una lengua sagrada y exclusiva en la cual deba ser conocida la Palabra de Dios. Todas las lenguas son vehículos para verter en ellas la Biblia. Así lo entendieron desde hace más de dos milenios quienes iniciaron la traducción del Pentateuco al griego.
En la misma línea continuaron otros y otras que han puesto en papel y tinta la Revelación en idiomas esparcidos por todo el mundo. Recuerdo cuando en el 2001 presencié, en una ceremonia multitudinaria efectuada en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, la presentación de la Biblia en tzotzil de Chamula, y arriba del escenario los organizadores colocaron una llamativa gigantografía con la frase “Dios también habla tzotzil”.
La Biblia Hebrea, que para los cristianos es el Antiguo Testamento y algunos especialistas llaman el Primer Testamento [1], fue traducida al griego a partir de mediados del siglo III a. C., en Alejandría y bajo el reinado de Ptolomeo II Filadelfo. Debieron transcurrir casi dos siglos y medio para completar la traducción [2].
A la traducción griega de los escritos del Antiguo Testamento se le conoce como Septuaginta, Versión de los LXX, porque en un documento llamado Carta de Aristeas, de finales del siglo II a. C., se describe de manera breve “cómo fue realizada en la ciudad de Alejandría […] la traducción del Pentateuco por un grupo de eruditos (72, seis por cada una de las tribus de Israel) enviados desde Jerusalén por el sumo sacerdote Eleazar” [3]. El rey Ptolomeo II pretendía reunir en su biblioteca todos los rollos (libros) del mundo, por lo que comisionó al “bibliotecario Demetrio Falerón poner en marcha” el proyecto. Falerón, “al constatar que faltan los escritos de la Ley judía, remite una embajada a Jerusalén para obtener un ejemplar genuino de la Ley y sabios competentes que lleven a cabo la traducción” [4].
Al interés del rey Ptolomeo II por poseer en la Biblioteca de Alejandría la traducción al griego de la Ley judía, la Torah (los primeros cinco libros de la Biblia), se agregó el deseo de los judíos por tener en lengua griega todo el que conocemos como Antiguo Testamento, ya que, por distintas razones, habían perdido al hebreo como primer idioma y se expresaban mayormente en griego. El proceso tuvo lugar porque “cuando los judíos de Egipto tuvieron que abandonar su lengua debido a las circunstancias geográficas, políticas, económicas y sociales, la única manera de preservar su herencia religiosa e identidad nacional fue mediante la traducción de su Biblia en la lengua de uso cotidiano”, es decir el griego [5].
Cuando los escritores del Nuevo Testamento citan pasajes del Antiguo lo hacen, casi todas las veces, usando la Septuaginta. Por ejemplo, al referir Lucas el regreso de Jesús a la región de Galilea y un sábado que se presenta en la sinagoga de Nazaret (4:16-19) lee una porción del profeta Isaías, el autor del tercer Evangelio recurre a la traducción griega de la Septuaginta para reproducir las palabras de Jesús que fueron expresadas en hebreo [6]. Jesús, como los niños judíos de su época, aprendió a “leer el texto sagrado en hebreo” a partir de los cinco años. Cabe hacer notar que “en el hogar y las actividades comunes de las ciudades y poblados de Galilea, los judíos hablaban arameo. Este era el idioma materno con el que todo judío crecía”. Sin embargo, “el hebreo se usó sobre todo en los contextos religiosos. En las sinagogas las Escrituras se leían en hebreo; la recitación del shemá [básicamente Deuteronomio 6:4-9] y de las varias oraciones y bendiciones se hacían también en hebreo”. Adicionalmente, en cuanto a Lucas, el texto usado por él en “las numerosas citas del Antiguo Testamento a lo largo los discursos de Pedro y Pablo en el libro de los Hechos es básicamente el de la Septuaginta” [7]. En los primeros cuatro siglos del cristianismo la Septuaginta es la versión leída y transmitida entre las comunidades que se fueron expandiendo por el territorio del Imperio romano.
La Biblia Peshitta es una traducción al arameo realizada en el siglo II-IV d. C., incluso es posible que se concluyera a mediados del siglo V [8]. La Peshita es resultado del trabajo efectuado en “varias épocas y por autores diferentes, judíos o más probablemente cristianos” [9]. Para el Antiguo Testamento los traductores se valieron del texto hebreo y también de la Septuaginta. Para el caso del Nuevo Testamento hay especialistas que sostienen la primacía del texto en arameo, dado que, argumentan, “Jesucristo, sus discípulos, apóstoles y primeros convertidos eran de habla aramea, así como que la antigüedad de sus manuscritos rivaliza con la de los manuscritos griegos”. En esta óptica el Nuevo Testamento habría sido escrito en arameo y después traducido al griego. En contraparte, “los partidarios de la primacía griega argumentan que los manuscritos griegos existentes son los que se han conservado con mayor antigüedad y cantidad, y que Pablo dirigió sus escritos a comunidades de habla griega esparcidas al occidente del Imperio Romano” [10]. La posición ampliamente mayoritaria entre los expertos en el Nuevo Testamento apunta hacia que fue redactado originalmente en griego.
La siguiente gran traducción de la Biblia fue al idioma que comenzó a desplazar al griego como instrumento de comunicación de los asuntos eclesiásticos cristianos, el latín. Jerónimo de Estridón nació en el año 347, en la parte occidental de la actual Croacia y pasó la segunda parte de su vida en Jerusalén, donde murió en septiembre del 420. A Jerónimo le llevó 25 años la traducción de las Escrituras, tarea que realizó de finales del siglo IV a principios del V [11].
Jerónimo, para traducir la Biblia al latín, hizo uso de manuscritos de la Biblia Hebrea, de la Septuaginta, de la llamada Vetus Latina (conjunto de traducciones de pasajes bíblicos que comenzaron a circular a fines del siglo II [12]), y las Héxaplas compiladas por Orígenes (c. 184-c. 253). Se conocen como Héxaplas (Séxtuples) por contener seis columnas, cada una de ellas con distintas versiones hebreas y griegas de las Escrituras. Los eruditos consideran que la obra de Orígenes estaba compuesta de seis mil quinientas páginas, actualmente “sólo quedan algunos fragmentos”[13].
Convencido de que solamente deberían ser incluidos en el Antiguo Testamento los libros fijados por la Biblia Hebrea, Jerónimo consideraba, en consecuencia, que los manuscritos valorados por los judíos como apócrifos (ocultos, falsos), que los católicos llamarían deuterocanónicos (segundo canon), no deberían tener lugar en la traducción que realizaba [14]. Por presiones de autoridades eclesiásticas tradujo apresuradamente Tobit y Judit. Jerónimo era un convencido del “canon hebraicae veritatis, ‘el canon de la verdad hebrea’[…] el texto hebreo verdadero, el de la colección de libros santos homologada por los judíos” [15]. Al resurgir en el siglo XVI la polémica sobre los libros canónicos del Antiguo Testamento, los traductores identificados con la Reforma protestante siguieron el criterio de Jerónimo y reconocieron la supremacía y canonicidad de los escritos aceptados en la Biblia Hebrea [16]. Por ejemplo, “Lutero fue quien por primera vez alteró en su Biblia de 1534 el orden tradicional en que aparecían los libros deuterocanónicos, que en gran parte era el que tenían en la versión griega de los Setenta, y los agrupó a continuación de los libros del canon hebreo” [17].
Tenemos entonces que la Septuaginta (traducción del Antiguo Testamento al griego), la Peshitta (traducción al arameo) y la Vulgata Latina (por Jerónimo al latín), significaron grandes contribuciones para extender el conocimiento de la Palabra entre hablantes de lenguas diseminadas en una geografía muy amplia.
1. John Goldingay, Reading Jesus’s Bible, p. 1.
2. Manuel M. Jinbachian, “La Septuaginta: entre la sinagoga y la iglesia”, p. 46.
3. Natalio Fernández Marcos, Septuaginta, la Biblia griega de judíos y cristianos, p. 23; Fernando Báez, Los primeros libros de la humanidad, p. 138.
4. Idem.
5. Manuel M. Jinbachian, op. cit., p. 49.
6. Edesio Sánchez Cetina, “¿Qué idiomas habló Jesús?”, pp. 338 -340.
7. Natalio Fernández Marcos, op. cit., p. 92.
8. André Paul, op. cit., p. 184.
9. Julio Trebolle Barrera, La Biblia judía y la Biblia cristiana, p. 380.
10. “Introducción”, Biblia Peshitta en español, p. XV.
11. André Paul, op. cit., 293- 294 y 309.
12. Julio Trebolle, op. cit., p. 374.
13. André Paul, op. cit., p. 166.
14. J. W. Rogerson, Una introducción a la Biblia, p. 179.
15. André Paúl, op. cit., p. 310.
16. F. F. Bruce, El canon de la Escritura, pp. 102-104.
17. Reginald C. Fuller, “Los escritos deuterocanónicos”, p. 163.
Bruce, F. F., El canon de la Escritura, Terrassa, Editorial CLIE-Ediciones Andamio, 2002.
Fernández Marcos, Natalio, Septuaginta, la Biblia griega de judíos y cristianos, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2008.
Fuller, Reginald C., “Los escritos deuterocanónicos”, en Farmer, William R., Levoratti, Armando J., y otros (coordinadores), Comentario Bíblico Internacional. Comentario católico y ecuménico para el siglo XXI, Estella, 2000, pp. 162-174.
Goldingay, John, Reading Jesus’s Bible. How the New Testament Helps Us Understand the Old Testament, Grand Rapids, Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 2017.
Jinbachian, Manuel M., “La Septuaginta: entre la sinagoga y la iglesia”, en Edesio Sánchez Cetina (editor), Descubre la Biblia II, Miami, Sociedades Bíblicas Unidas, 2006, pp. 45-82.
Paul, André, La Biblia y Occidente. De la biblioteca de Alejandría a la cultura europea, Navarra, Editorial Verbo Divino, 2008.
Rogerson, J. W., Una introducción a la Biblia, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 2000.
Sánchez Cetina, Edesio, “¿Qué idiomas habló Jesús?”, en Edesio Sánchez Cetina (editor), Descubre la Biblia II, Miami, Sociedades Bíblicas Unidas, 2006, pp. 336-343.
Trebolle Barrera, Julio, La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia, segunda edición, Madrid, Editorial Trotta, 1993.
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