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El caballero de Lamarck

Las ideas lamarckistas acerca de la influencia del ambiente sobre las especies vuelven a estar de moda, gracias a los últimos descubrimientos de la epigenética.

CONCIENCIA AUTOR 87/Antonio_Cruz 06 DE MARZO DE 2022 20:00 h
Jean-Baptiste de Monet, caballero de Lamarck (1774-1829).

Las ideas evolucionistas volvieron a reaparecer con fuerza a finales del siglo XVIII y sobre todo durante el XIX. La primera teoría general de la evolución se debe al naturalista francés Jean-Baptiste Pierre Antoine de Monet, caballero de Lamarck. Se podría decir que así como a Darwin casi todo le fue bien en la vida, a Lamarck casi todo le fue mal y sus ideas transformistas fueron ignoradas durante cincuenta años, hasta la aparición de la obra de Darwin, que impuso la nueva hipótesis de la selección natural. Lamarck nació en Bazentin, al norte de Francia, en el seno de una familia noble de tradición militar. Fue el undécimo hijo de Philippe de Monet, comandante del castillo de Dinan, quien a pesar de su origen no tuvo demasiados recursos para mantener a tan numerosa familia. Empezó sus estudios eclesiásticos en un seminario regentado por jesuitas pero, a la muerte del padre, el joven Lamarck con tan sólo 16 años cambió la Biblia por el sable y se hizo militar



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Después de lesionarse gravemente en Mónaco, estuvo convaleciente durante más de un año en París y allí tuvo tiempo para reflexionar acerca de lo que verdaderamente le gustaba. Leyó muchos libros, decantándose por el estudio de las plantas y por la meteorología. Posteriormente abandonó la vida militar e ingresó en la facultad de Medicina, sufragando sus estudios con el sueldo que obtenía como banquero. Pocos años después abandonaría también la medicina por la botánica, que era lo que realmente le gustaba, y en 1778 publicó su primera obra, Flora francesa, que fue todo un éxito y sirvió para que le nombraran botánico real. A propuesta de Buffon, fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias y se le ofreció un sueldo de mil francos por conservar los herbarios del Gabinete Real.



En 1793, se le ofreció a Lamarck la cátedra de invertebrados que ningún profesor deseaba ya que los pequeños “animales de sangre blanca”[1], como se les llamaba entonces, no gozaban de mucho aprecio incluso entre los propios zoólogos. Insectos, arañas, cangrejos, gusanos, pólipos, etc., constituían un grupo muy complejo y numeroso (unas 135.000 especies conocidas en la época ante las diez mil que constituían a todos los vertebrados). Sin embargo, como escribe Andrés Galera en la introducción a la reciente traducción de la principal obra de Lamarck, Filosofía zoológica: “Lamarck supo ordenar el caos: separó los crustáceos de los insectos, definió los arácnidos, distinguió los anélidos entre los gusanos, diferenció los equinodermos de los pólipos; y, fundamentalmente, tuvo la inteligencia, la intuición, el acierto, de llamarlos animales sin vértebras. El reino animal quedó dividido en dos grupos universalmente aceptados: vertebrados e invertebrados.”[2] Lamarck continuó trabajando en el Museo Nacional de Historia Natural de París hasta su fallecimiento en 1829. Los últimos años de su vida fueron tristes ya que había visto morir a tres esposas y a varios de sus ocho hijos. Las penurias económicas le obligaron a vender su biblioteca, los herbarios y todas las colecciones de animales para poder comer. Murió ciego y en la miseria a los 85 años y tuvo que ser inhumado en una fosa común del cementerio de Montparnasse en París. Sus méritos científicos no fueron suficientemente reconocidos durante su vida y tampoco después de morir se le tuvo en cuenta, ya que el darwinismo le relegó siempre a un papel secundario. 



Aunque se ha señalado que como botánico Lamarck fue fijista[3] al principio, ya que aceptaba las ideas de Linneo de que las especies eran estables y sólo podían aparecer nuevas formas vegetales por hibridación, lo cierto es que el estudio del reino animal le proporcionó argumentos suficientes para volverse completamente evolucionista. El pensamiento lamarckiano supone, como el de Darwin, que la naturaleza ha producido gradual y lentamente, a lo largo de las eras geológicas, a todos los seres vivos del planeta. En Filosofía zoológica escribe: “Dado que, cuando nos remontamos en la escala animal, desde los animales más imperfectos hasta los más perfectos, la organización (…) se complica gradualmente (…) de una forma extremadamente notable, ¿no debería concluir yo que la naturaleza habría producido sucesivamente los diferentes cuerpos dotados de vida, procediendo desde el más simple hacia el más compuesto?”[4]



Este cambio sucesivo se originaría a un impulso natural que actúa hasta el presente, capaz de formar organismos muy simples directamente a partir de la materia. Lamarck creía, como muchos de sus contemporáneos, en la generación espontánea de la vida: “La naturaleza ha comenzado y comienza todos los días por formar los cuerpos de organización más sencilla y que directamente solo forma estos primeros bocetos de la organización, lo que hemos designado mediante la expresión generación espontánea.[5] Una vez formados dichos supuestos esbozos animales y vegetales, directamente en los ambientes adecuados, poco a poco éstos irían progresando en organización y complejidad hasta dar la lugar a la biodiversidad actual. Por tanto, todas las especies biológicas se habrían originado gradualmente, unas a partir de otras que les precedieron en el tiempo y, aunque aparenten ser constantes desde la perspectiva temporal humana, no lo son en absoluto.



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Para Lamarck, el motor de este cambio continuo de las especies sería el uso o desuso frecuente de los órganos que tiende a modificarlos y la heredabilidad de las modificaciones así obtenidas. Es decir, lo que posteriormente se resumió como “la función crea el órgano” y “la herencia de los caracteres adquiridos”. En todo ser vivo el empleo frecuente de cualquier órgano de su cuerpo lo va desarrollado poco a poco porque los fluidos orgánicos se mueven más rápidamente, mientras que el desuso lo debilita lentamente hasta hacerlo desaparecer, precisamente porque los fluidos se paralizan. Estas ganancias o pérdidas de órganos se deberían sobre todo a las circunstancias particulares de cada medio ambiente y supuestamente pasarían de padres a hijos, siempre que los cambios hubieran sido adquiridos por ambos sexos. Tales serían las dos leyes de la naturaleza propuestas por Lamarck.[6]



Con el fin de aportar ejemplos concretos que confirmen sus dos leyes teóricas, se refiere a la degeneración o pérdida de los dientes en las ballenas y en los osos hormigueros; la disminución o desaparición de los ojos en topos y otros animales cavernícolas (troglobios) como el proteo (Proteus anguinus); la pérdida de extremidades en las serpientes; el desarrollo de membranas interdigitales en las patas de las aves acuáticas como los patos o, en fin, el alargamiento del cuello y las patas en las aves de ribera como las garzas.[7]



Sin embargo, el ejemplo por excelencia propuesto por Lamarck para justificar su teoría y que ha pasado a todos los libros de texto de ciencias naturales es, sin duda, el alargamiento del cuello de las jirafas. Refiriéndose a estos enormes mamíferos africanos, escribe: “Sabemos que este animal, el mamífero más grande, habita en el interior de África y vive en lugares donde la tierra, casi siempre árida y sin pasto, le obliga a pacer el follaje de los árboles y esforzarse continuamente por alcanzarlo. De este hábito sostenido por mucho tiempo resulta que, en todos los individuos de su raza, las patas de delante se han vuelto más largas que las de detrás, que su cuello se ha alargado muchísimo y así la jirafa, sin levantarse sobre las patas traseras, alza su cabeza y alcanza casi los seis metros de altura.”[8] Típico ejemplo de que la función crea el órgano y esto se transmitiría a la descendencia.



No obstante, estos mismos libros escolares que ilustran el lamarckismo por medio de dibujos de jirafas estirando sus crecientes cuellos para alcanzar las mejores hojas de las acacias, terminan diciendo que gracias a los conocimientos actuales sobre genética, la teoría de Lamarck es incorrecta ya que los caracteres adquiridos no se transmiten a la descendencia pues sólo se puede heredar aquello que está inscrito en los genes del ADN y los cambios físicos o fisiológicos logrados en una generación no lo están. Por ejemplo, el desarrollo muscular de una pareja de deportistas no se transmite a sus hijos.



[photo_footer]Lamarck creía que el esfuerzo continuado de las jirafas por alargar el cuello para alcanzar las hojas de los árboles era la causa de dicho estiramiento singular que se habría ido transmitiendo de generación en generación. Sin embargo, según la genética, sólo se puede heredar aquello que ya está inscrito en los genes del ADN.[/photo_footer]



Medio siglo después, Darwin explicaría dicho cambio de otra manera. Él creía que en una población de jirafas no todos los individuos tienen la misma altura. Unos poseen las patas y el cuello algo más largos que otros. Si las condiciones del medio cambiaban, por ejemplo, durante largos períodos de sequía, las jirafas que tuvieran el cuello y las patas un poco más largas tendrían ventaja sobre las otras ya que alcanzarían las hojas inaccesibles a éstas. De manera que al ser un poco más altas tendrían mayores probabilidades de sobrevivir y reproducirse en las épocas desfavorables, mientras que el resto moriría de hambre sin dejar descendencia. Después de muchas generaciones, los eventuales períodos largos de sequía irían seleccionando de manera continua y gradual a las jirafas hasta que los ejemplares con patas y cuellos más largos fuesen los más abundantes en la población. Esta “selección natural” sería pues la respuesta darwinista frente a la lamarckista de que “la función crea el órgano”. Lo que Darwin tampoco pudo explicar en su tiempo fue cómo se originaba esa variabilidad dentro de las especies sobre la cual actuaba la selección natural. Más tarde, el neodarwinismo asumió que la fuente de la variabilidad eran las mutaciones al azar y la reproducción sexual.



En cuanto al origen del hombre, Lamarck dice que desde el punto de vista físico puede proceder de una raza de cuadrúmanos superiores que habría dominado a las demás, adquiriendo la posición bípeda en función de un cambio de costumbres: “si una raza cualquiera de cuadrúmanos, (…) por la necesidad de las circunstancias o por cualquier otra causa, perdiera la costumbre de trepar sobre los árboles y de aferrarse a las ramas para colgarse de ellas con los pies y con las manos; y si los individuos de esta raza, durante una serie de generaciones, se vieran obligados a no usar los pies más que para caminar y dejaran de utilizar sus manos como si fueran pies, es indudable que, (…) estos cuadrúmanos se transformarían finalmente en bímanos y que, como los pulgares de sus pies dejarían de estar separados de los dedos, estos pies no les servirían más que para caminar.”[9]



Incluso se refiere al origen del lenguaje diciendo que: “el ejercicio habitual de su gaznate, de su lengua y de sus labios para articular los sonidos habría desarrollado notablemente esta facultad”[10] de hablar. No obstante, en esa misma página, Lamarck termina la primera parte de su Filosofía zoológica con estas palabras que parecen contemplar la posibilidad de que el ser humano tenga un origen diferente al del resto de los animales: “Tales serían las reflexiones que podríamos hacer si el hombre, aquí considerado como la raza predominante en cuestión, no se distinguiera de los animales más que por los caracteres de su organización y si su origen no fuera diferente del de los demás.”



Lamarck creía en el Dios creador del deísmo, que habría hecho el mundo mediante la evolución de todos los seres vivos, pero sin intervenir en los asuntos humanos. Refiriéndose al Autor supremo de todas las cosas, escribe: “Sin duda habría que ser temerario o, mejor dicho, absolutamente insensato, para pretender asignar límites a la potencia del Autor primero de todas la cosas pero (…) nadie podría atreverse a decir que esta potencia infinita no haya querido lo que la naturaleza misma nos muestra que ha querido. (…) ¿no debo reconocer en este poder de la naturaleza, es decir, en el orden de las cosas que existen, la ejecución de la voluntad de su Autor sublime, que ha podido querer que ella tenga esta facultad?”[11] Hoy diríamos que Lamarck fue un evolucionista deísta.



Las reacciones contrarias al transformismo de Lamarck no se hicieron esperar. Apenas transcurridos cuatro años de la publicación de Filosofía zoológica, el respetado botánico suizo Augustin Pyrame de Candolle manifestaba en su Teoría elemental de la botánica (1813) que atribuir las formas de los seres vivos a sus hábitos era una hipótesis absurda. Para el filósofo alemán Friedrich Hegel, aunque no se refirió directamente a Lamarck, la idea de una naturaleza cambiante, inconstante e incierta que evoluciona sin rumbo fijo era una estrambótica ocurrencia y así lo manifestó en su Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1830).



El paleontólogo y gran impulsor de la anatomía comparada, Georges Cuvier, uno de los principales biólogos franceses de la época, también se opuso radicalmente a las ideas transformistas de Lamarck. En la obra Discurso sobre las revoluciones de la superficie del globo (1825), defendía su teoría de las catástrofes que aseguraba que las múltiples subidas y bajadas del nivel de los mares no habían sido lentas y graduales como proponía el transformismo sino repentinas o catastróficas, tal como evidenciaban los numerosos fósiles hallados.[12] Según Cuvier, en el pasado hubo especies diferentes a las actuales que se mantuvieron sin cambios durante mucho tiempo y que posteriormente se extinguieron de repente a causa de algún cataclismo natural. Una vez desaparecidas dichas especies, fueron sustituidas por otras diferentes procedentes de otros lugares del planeta donde no había afectado el cataclismo. Estos fenómenos catastróficos se habrían dado periódicamente y el último de los cuales debió corresponder con el diluvio universal del que habla la Biblia.



También el reverendo escocés John Fleming, miembro de la Royal Society de Edimburgo y que además era botánico, zoólogo y geólogo, se opuso a la teoría lamarckista en su libro Filosofía de la zoología (1822). Incluso el famoso geólogo inglés, Charles Lyell, cuyas ideas inspirarían posteriormente a Darwin, quedó perplejo al principio con la teoría del señor Lamarck. En la reciente introducción a Filosofía zoológica se dice que: “La teoría lamarckiana de la transmutación representó para Lyell una complicación singular porque si conceptualmente la idea contravenía sus principios, metodológicamente la hipótesis representaba el postulado fundamental de su esquema geológico: explicar los fenómenos mediante causas naturales. Lamarck fue quien reveló la idea evolutiva a Lyell mucho antes que Darwin.”[13]



De la misma manera, el filósofo Augusto Comte, en el tercer volumen de su Curso de filosofía positiva (1838), se refería a la teoría de Lamarck diciendo que representaba un problema contra el método natural y el orden jerárquico ya que cuestionaba la realidad de los individuos. Era, por tanto, una hipótesis ingeniosa pero falsa porque negaba la perpetuación hereditaria de los caracteres permanentes propios del grupo. Así mismo, el paleontólogo y geólogo suizo Louis Agassiz, que era antievolucionista, se refirió a Lamarck en su obra Un ensayo sobre la clasificación (1859) para ponerlo como ejemplo de defensor del transformismo de las especies. Y, en fin, todas estas opiniones contrarias de científicos relevantes del momento contribuyeron a que las ideas evolucionistas de Lamarck permanecieran arrinconadas durante cinco décadas, hasta la aparición de El origen de las especies (1859) de Darwin, donde se apuntaba a la selección natural como fuente del cambio biológico. 



Es verdad que la obra de Lamarck era muy especulativa y contenía numerosos errores. Las observaciones del mundo natural que puso como ejemplo de transformismo no fueron muy numerosas y las conclusiones que sacó de ellas eran poco convincentes. Tenía fama entre sus colegas de ser un naturalista muy bueno para la sistemática de plantas y animales pero también de ser un teorizante al que no había que hacer demasiado caso. En contra de lo que ya pensaban los físicos de su época, creía erróneamente que el sonido no se transmite por el aire: “Es un error certificado por cantidad de hechos conocidos, que demuestran que es imposible que el aire penetre por todas partes o que la materia que produce el sonido penetre realmente.”[14] También se equivocó en cuestiones químicas, atacando a reputados científicos como Lavoisier, negando la participación del oxígeno en la combustión de los materiales y defendiendo la superada “teoría del flogisto” de 1667, que suponía que los cuerpos ardían porque contenían una sustancia especial (el flogisto) que se perdía con la combustión. Durante la primera década del siglo XIX, publicó una serie de almanaques en los que hacía predicciones meteorológicas que resultaron equivocadas y perjudicaron su reputación como científico. Se dice que en una audiencia mantenida con Napoleón, éste rechazó un ejemplar de su libro Filosofía zoológica, al descubrir que Lamarck era el autor de los famosos almanaques erróneos.[15]



Sin embargo, en la actualidad, después de dos siglos desde su aparición, las ideas lamarckistas acerca de la influencia del ambiente sobre las especies vuelven a estar de moda, gracias a los últimos descubrimientos de la epigenética. Tal como indica Daniel Heredia: “la herencia de caracteres adquiridos y el papel activo de los organismos en su evolución, que se creían superados por el desarrollo de la genética clásica y de la moderna síntesis neodarwinista, toman ahora un nuevo sentido bajo el paradigma de la epigenética y de la llamada “herencia blanda”.”[16]



 



Notas



[1] Lamarck, J.-B. 1809, Filosofía zoológica, La Oveja Roja (2017), Madrid, p. 125.



[2] Ibid., p. 21.



[3] Templado, J. 1974, Historia de las teorías evolucionistas, Alhambra, Madrid, p. 31.



[4] Lamarck, J.-B. 1809, Filosofía zoológica, La Oveja Roja (2017), Madrid, pp. 41-42.



[5] Ibíd., pp. 96, 365.



[6] Ibíd., p. 190.



[7] Ibíd., pp. 193-199.



[8] Ibíd., p. 202.



[9] Ibíd., p. 272.



[10] Ibíd., p. 276.



[11] Ibíd., p. 97.



[12] Cuvier, G. 1825, Discours sur les révolutions de la surface du globe, Dufour & D’Ocagne, Paris,  pp. 16-17 (reeditado por Culture et Civilisation, Bruselas, 1969).



[13] Lamarck, J.-B. 1809, Filosofía zoológica, La Oveja Roja (2017), Madrid, p. 33.



[14] Ibíd., p. 195.



[15] Templado, J. 1974, Historia de las teorías evolucionistas, Alhambra, Madrid, p. 41.



[16] Lamarck, J.-B. 1809, Filosofía zoológica, La Oveja Roja (2017), Madrid, p. 16.


 

 


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