En ocasiones, creer pueda dar miedo, y esto porque, con frecuencia, creemos más en nosotros que en Dios.
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“Vienen a Jesús, y ven al que había sido atormentado del demonio, y que había tenido una legión, sentado, vestido y en su juicio cabal; y tuvieron miedo”.
(Marcos 5: 15)
Los gergesenos han oído algo tan extraordinario que seguramente no le dieron crédito. Se dirigen hacia el lugar indicado esperando encontrarse con otra cosa diferente. Creen que los porqueros están confundidos por alguna extraña razón, porque lo que cuentan es tan extraordinario que no tiene credibilidad. Y es que, hay noticas tan portentosas que no podemos creerlas a la primera de cambio, desbordan nuestra capacidad de imaginación y comprensión. Cuando las mujeres fueron a los apóstoles con la noticia de que Jesús había resucitado, nos dice el evangelista Lucas que: “A ellos les parecía locura las palabras de ellas, y no las creían”. No obstante, llevados de la insistencia de las mujeres y de la propia curiosidad, Pedro y Juan fueron corriendo al sepulcro para ver. Y, efectivamente, vieron algo que nunca se les habría antojado posible. A aquellos lugareños de Gergesa les ocurrió lo mismo. Creían locura lo que les habían contado los porqueros. De todos modos, algo extraordinario tuvo que ocurrir porque nadie abandona su puesto de trabajo y corre a toda prisa para despertar a sus empleadores en plena madrugada y con tan extrañas noticias.
Como Pedro y Juan ante la locura de la resurrección, también aquellos propietarios corren intrigados hacia el lugar del suceso. Cuando llegan, no ven los cerdos, o si acertaron a verlos solo divisaron aquella gran mancha de cadáveres flotando sobre el lago. Pero lo que atrajo su atención no fue eso, sino la figura del prodigioso forastero, Jesús, a quien no conocen. Y sobre todo el hombre que había estado endemoniado.
Efectivamente, se trata del mismo hombre. No hay trampas, como en el famoso número del mago David Cooperfield, quien desaparecía en un extremo del gigantesco escenario para aparecer en el mismísimo instante en el otro opuesto y a una distancia imposible de superar de ninguna manera. Después de unos años se nos reveló que el truco estaba en el perfecto doble que tenía, el cual aparecía y desaparecía cuando el número lo exigía. Sí, parece ser que muchos de nosotros tenemos nuestro doble. Sadam Hussein lo tenía, Messi también lo tiene y lo mismo Barac Obama y otros. Pero en el caso del gergeseno no había doble. Era el mismo hombre.
Le conocían desde hacía mucho tiempo, años. Habían tenido miedo de él durante años. Y aunque ahora la expresión de su rostro era otra muy distinta, no había dudas de que se trataba de la misma persona. ¿Qué explicación tenía todo esto? Hasta ese instante habían evitado el encuentro con el poseído, le tenían miedo, pero ¿por qué continúan ahora con su miedo, siendo que el viejo conocido está ahora “en su juicio cabal”? ¿A qué o a quién tienen miedo ahora?
Los gergesenos han abandonado en tropel su pequeño pueblo y sus fincas, y han corrido para venir Jesús. Él es la figura clave de toda esta historia, el núcleo del relato. El único que puede explicar con propiedad todo lo que acababa de ocurrir. ¿Y qué ven junto a Jesús? Ven al que había estado poseído del demonio, sentado, vestido y en su juicio cabal.
Todo ha cambiado, todo ha dado un giro radical. Ven ‘sentado’ al pobre hombre que nunca se estaba quieto y que no paraba de correr de un sitio para otro llevado de la fuerza brutal de los demonios que lo habitaban. El que recorría los campos en solitario, ahora está sentado, quieto, frente a Jesús y rodeado de los discípulos. ¿Qué fuerza poderosa y extraña es la que le ata a los pies de Jesús? Esta fuerza es la paz de Dios que obra en el hombre Jesús por su Espíritu Santo.
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Lo inexplicable de esta visión llenó de espanto a los gergesenos que estaban contemplando lo que nunca habrían sido capaces de imaginar. Sin embargo, qué cosa tan triste es contemplar delante de uno mismo un maravilloso milagro y no poder creer y alegrarse en la persona que lo ha experimentado, ni en el hacedor de tan admirable prodigio.
Los gergesenos ven al hombre ‘vestido’. Cuánto se habrá alegrado este hombre de haber sido rescatado de la desvergonzada condición de los animales que no conocen el pudor. Los demonios destruyeron atrozmente en este hombre el sentimiento de la vergüenza. De esta manera, al desnudarlo, destruyeron su dignidad personal, desproveyéndole de ese revestimiento protector que constituye el vestido, imprescindible para desenvolverse en sociedad con una mínima protección. Ahora los gergesenos ven vestido al hombre después de años. Era evidente que algo extraordinario había ocurrido.
Además, el hombre estaba “en su juicio cabal”. Esto significa que le habían tenido que oír hablar con Jesús. Y este hablar era el de una persona normal. Esta apreciación apunta al hecho de que nuestra razón revive cuando abrazamos la fe de Cristo. Uno no tiene que suicidarse racionalmente para poder creer al evangelio; es justamente todo lo contrario: La razón iluminada por la fe se hace más capaz, más noble, más sana.
Para los cristianos fe y razón van de la mano. Tener una razón sana y creer en Jesús, que nos dotó de razón, es lo más normal. Pero la mayoría de la gente no reconoce la relación entre una mente sana y la fe. Allí estaba completamente sano el que hasta hace un par de horas había estado poseído por una legión de espíritus. No podían negar su sanidad. Tampoco creían que su antigua enfermedad hubiera asumido una nueva forma, así como a una fase maníaca puede seguir otra depresiva. No, no es este el caso. Se nos dice que reconocieron que el hombre estaba en su sano juicio. Resulta curioso cómo una multitud puede reconocer o certificar un hecho y no ir más allá, no preguntarse por su profundo significado. Esto fue lo mismo que le ocurrió a aquella multitud de cinco mil varones, sin contar las mujeres y los niños (Juan 6:10), a los que Jesús dio de comer en otro lugar de la orilla de mismo lago. Jesús les reprendió: “De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis”. Es decir, no habían entendido nada acerca de aquel milagro. Solo habían entendido que el pan que les dio Jesús sació el hambre de sus estómagos. Y es que, cuando nuestro dios es el vientre, poco o nada entenderemos del evangelio.
Aquellos gergesenos fueron testigos de la completa sanidad del que había sido endemoniado. Lo revelaba todo en el hombre sentado, vestido y en su juicio cabal. Pero, tristemente, los testigos no fueron inundados por la alegría empática, debida a la sanidad experimentada por su conciudadano, sino que se llenaron de miedo. Miedo ante el misterioso poder de aquel Jesús que dominaba la escena. En toda la Biblia el miedo es el sentimiento que asalta al hombre cuando se da cuenta de que está en la presencia del Dios santo.
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De miedo se llenaron los israelitas ante el descenso de Dios al Sinaí, y dijeron a Moisés: “Habla tú con Dios, porque nosotros no podremos”. Miedo asaltó a Pedro tras el milagro de la pesca milagrosa, y dijo a Jesús: “Apártate de mí, que soy hombre pecador.” Miedo tuvieron también Adán y Eva cuando oyeron la voz de Dios en el Edén. Y a la pregunta divina: ¿Dónde estáis?, respondieron: Tuvimos miedo y nos escondimos. Es la conciencia de la propia pecaminosidad lo que hace que el hombre tenga miedo delante de Dios y quiera que el Señor se aleje de él. ¡Qué cosa más trágica, el Salvador viene a nosotros y nosotros le decimos que se vaya!
Es evidente que los gergesenos no estaban en condiciones de recibir a Jesús. Y guiados por su miedo, le pidieron que se fuera de ellos. El descubrimiento de la propia culpa espanta y aleja de Dios cuando no se concibe la idea del arrepentimiento. Los gergesenos quisieron continuar con su vida y con sus cerdos y demonios, antes que recibir entre ellos a Jesús. La historia se repite, los milagros no siempre conducen a los testigos a la fe.
Tuvieron que haberlo reconocido, pero les resultó imposible. Sus vidas estaban llenas de otras cosas, otros intereses, otros dioses. De no ser así, habrían tenido que creer. Y esta contradicción despertó en su interior el miedo. Reconocer el milagro habría sido ya una forma de fe. También nosotros, cristianos, tenemos este problema. Si tuviéramos ojos bien abiertos, tendríamos que reconocer a Dios en muchas ocasiones en nuestra vida. Porque, efectivamente, Dios ha intervenido, pero nosotros hemos atribuido la solución del dilema a otras causas. Y Jesús se ha retirado de nosotros hasta la próxima oportunidad. Y es que, en última instancia, si la gracia de Dios no nos abre los ojos y el entendimiento, veremos, pero no entenderemos; oiremos, pero no discerniremos.
El miedo de los gergesenos surge de la distancia entre lo que ven y lo que pueden creer. En ocasiones, creer pueda dar miedo, y esto porque, con frecuencia, creemos más en nosotros que en Dios. Hay momentos en los que la fe produce vértigo. El vértigo de la entrega total en otras manos, el vértigo de la encomienda a otro señorío. ¿Qué podrá pedir Dios de nosotros? ¿Qué provocará la entrada de Jesús en nuestra vida? Hay hombres y mujeres que tienen miedo a enamorarse por lo que el amor comprende de entrega y comunión con otra persona. Pero cuando creemos de verdad, nos acercamos a Dios, a Jesús, con infantil confianza, y este “amor echa fuera el temor” (1 Juan 4:18).
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