El sentido de perdón de Dios es incomprensible para nosotros los seres humanos. Es tan elevado como son los cielos respecto de la tierra.
Si en lugar de apresurarnos a condenar, aplicáramos el “ni yo te condeno” de Jesús, habría mejor salud en la sociedad humana. El “vete y no peques más” no solo implica un perdón divino sino que conlleva el poder milagroso de Dios que cambia el comportamiento de las personas.
No nací para ser católico. De otra manera no me explico aquella casi indiferencia del niño que era yo a los 7 años cuando llegaba a la escuela un ‘curita’ a darnos clases de religión. Mis compañeros corrían a colgársele de la sotana mientras yo me quedaba a prudente distancia mirando pero sin sentirme motivado a hacer lo mismo. No recuerdo que el sacerdote haya tenido ojos para mí de modo que permanecía ahí estático, observando la escena que —vista ahora desde la distancia de muchos años-— no dejaba de tener su lado simpático.
En las clases de religión, se nos enseñaba religión católica; en mi casa, religión cristiana. Pero no me quejo. Ni antes, ni después, ni ahora. Con todo y todo recuerdo con simpatía a aquel sacerdote rodeado de niños. Más de una enseñanza tiene que haberme dejado.
Soy francisquista, franciscófilo, franciscólogo, como usted quiera. Estoy tan cerca de Francisco como lejos me siento de Juan Pablo II. ¿Recuerdan la visita que Juan Pablo II hizo a Nicaragua en plena época sandinista? ¿Y cuando, con el dedo índice desplegado como cañón de carabina le habló al cura Ernesto Cardenal, quien arrodillado, y con una semi sonrisa en el rostro, escuchaba sin decir palabra? Hasta donde llega mi ilustración sobre el caso, lo que el Papa le dijo a Cardenal quedó entre ellos dos. La prensa, sin embargo, creó toda una historia antisandista e indirectamente, prosomocista. Para mí, que ni lo uno ni lo otro. Para mí, que como periodista –o escribidor- me gusta escribir ficción, lo que el Papa le dijo a Cardenal fue algo así… Invento: “Mira chico, te veo muy flaco y demacrado; cuando estuviste en Roma la última vez te vi fuerte, robusto y hasta rosadito; en cambio ahora, creo que has estado descuidando tu salud”. Y apuntándole con el dedo índice, agregó: “La próxima vez que nos encontremos, quiero verte como te vi antes. Déjate de tanta carrera para allá y para acá. El odio nada engendra; solo el amor es fecundo”. Y, por lo bajo, Cardenal, dijo: “Sí, Su Santidad. Así será”. Nota del autor: Eso de “chico”, Juan Pablo II lo había aprendido en una anterior visita a Cuba y la expresión le había resultado tan graciosa que no dudó en incorporarla a su léxico personal y usarla cuando habló con Cardenal.
Con el papa Francisco me identifico bien. De alguna manera, siento que su forma de vivir la fe se parece a la mía —o la mía a la de él— y que se proyecta a lo largo y ancho de los predios del catolicismo. ¡Hacía falta –mucha falta—un Papa así! Quizás para alguien que me lea esté exagerando pero cuando asisto a algunas de las misas en la catedral de San Isidro de Coronado en Costa Rica, o cuando me quedo un rato en el canal Telefides, percibo la influencia de Francisco en la praxis religiosa de la Iglesia. Hoy más que antes, la figura de Cristo y la lectura de la Sagrada Escritura son dos elementos evidentemente más notorios en la liturgia. Si la figura del Papa es influyente en la vida de la Iglesia, ahí veo a Francisco con su tendencia a parecerse más al Nazareno. Porque ¿qué hay más importante en la religión cristiana que Cristo y la Biblia?
Se me ocurre que si alguna vez él y yo tuviéramos la oportunidad de dar una caminata juntos, se reproduciría –guardando las debidas proporciones— lo que ocurría cuando Enoc salía por las tardes a hacer sus habituales caminatas con Dios (Génesis 5.21-24). Hablaban de todo sin teologizar; es decir, sin usar esas elucubraciones de altos vuelos tan alambicadas que yo no soy capaz de seguir. (A una de mis hijas –y valga como ejemplo—que es loca para conducir y a la que le gusta ir cortando camino por la ciudad al grado que termino perdiéndome en sus vericuetos, le digo siempre que según las leyes de la física, ¿y de la dialéctica?, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. ¡Pero no me hacen caso!)
Con Juan Pablo II, por su postura ideológica; y menos con Benedicto XVI, por su alta teología no habría sido capaz ni de caminar una cuadra con ellos. O ellos conmigo. Con Francisco sería otra cosa: hablaríamos de fútbol, de tangos, de mate, de gauchos, de pampas y de ombús; de ese Dios que daba agua al sediento y de ese Jesús que daba pan al hambriento; le pediría que me dijera quiénes son los que lo quieren sacar del Vaticano y con una risita socarrona, haría como que no me había escuchado. Le pediría que me mostrara cuánta plata andaba trayendo en los bolsillos y él, gustoso, sacaría unas pocas monedas y me diría no necesito más. Y nos reiríamos. Yo haría lo mismo y le mostraría mi billetera. Tenés más plata que yo, me diría, riendo. Y así seguiríamos hasta terminar la caminata. Mientras yo me acercaba a mi auto, Francisco hacía parar el colectivo, subía, hacía ademán de pagar a lo que el autobusero se rehusaba, y él, entonces, con un movimiento de cabeza, tomaba asiento y volvía a su cuarto en el Vaticano.
Un día de estos, leí parte de una entrevista que se le hizo. Habló de muchas cosas y cuando le pidieron su opinión sobre el Demonio, dijo que el diablo anda correteando por todos lados y que hay que tener mucho cuidado con él; “pero a mí los que me dan más miedo son los diablos educados; los que tocan el timbre, te piden permiso, entran en tu casa, se hacen amigos…” (citado por Míriam Díez en “El Papa resistente, Barcelona, 12 de septiembre de 2021).
¿Existirán esos diablos educados de que habla Francisco? Y si existen ¿quiénes serán? ¿cómo individualizarlos? ¿Seré yo, Señor? ¿O yo? ¿O yo?
El sentido de perdón de Dios es incomprensible para nosotros los seres humanos. Es tan elevado como son los cielos respecto de la tierra. Y como somos incapaces de entenderlo, lo manipulamos hasta darle la forma que se ajusta a nuestros propios parámetros y lo usamos para castigar a nuestro prójimo como si fuera el amor puro de Dios. Antiguamente era la hoguera. Hoy es la excomunión no solo en el catolicismo sino también en el protestantismo. Y el desprestigio verbal dentro y fuera del ámbito religioso. Hoy día, en lugar de analizar todos los factores que entran en juego en un caso dado, nos apresuramos a condenar, a excluir, a someter, mediante las nuevas reglas del nuevo santo oficio. Al “Ni yo te condeno; vete y no peques más” le buscamos tantas explicaciones como nuestros pruritos de santidad nos lo permiten, quitándole el verdadero sentido que Jesús quiso darle a esa sentencia. El poder perdonador de Dios es tan grande, que esa frase de Jesús a la mujer seguramente hizo un impacto tal en ella que produjo lo que Jesús le recomendó en esas tres palabras henchidas de amor perdonador: “No peques más”. Y ella, no volvió a pecar. Así funciona el amor de Dios. Insufla en la vida del penitente una renovación tan poderosa que solo Dios puede entender en toda su dimensión. Al punto que el pecador, sin saber cómo, deja de pecar. Así funciona el amor de Dios. Ese es el amor que cambia, desde adentro, los comportamientos adictivos de la persona. Si tal no fuera así, Jesús bajaría al nivel de solo ser humano. ¿Y Dios? Sería una fantasía. Tengamos cuidado con los diablos educados de Francisco y opongamos a ellos (¿Seré yo, Señor?). El: “Ni yo te condeno. Vete y no peques más”. Habría una atmósfera más respirable en la sociedad de hoy.
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