¿Tú qué dices?

Mi amigo Sunday vivía feliz viendo cómo sus hijos e hijas le daban nietos y estos crecían hermosos y saludables. Sus muchachos se habían casado bien y cada uno se esforzaba por proveer lo mejor para la casa. No había abundancia de recursos, pero tampoco les faltaba. Un día, sin embargo, hizo explosión una bomba en la familia de uno de ellos. Rainiero, el marido de Johana, en una de sus tantas visitas al gimnasio, conoció a Rose. Se gustaron, empezaron a salir y, pasó lo que tenía que pasar. Rainiero, que estaba en la mejor edad reproductiva había engendrado tres preciosos hijos con su esposa pero todavía le quedaban hormonas para más. La noticia llegó a su casa y Johana, sin pensarlo dos veces, le señaló la puerta de calle y lo invitó a salir. Rainiero salió y un fuerte portazo a sus espaldas le indicó que aquella había dejado de ser su casa. Buscó a Rose y, sin decirle lo que había ocurrido en su familia, trató de mitigar con ella su angustia emocional por la vía que lo había llevado al punto de no tener esposa ni hijos; ni casa ni suegros. Pronto descubrió que las crisis emocionales, psicológicas, espirituales no se curan con sensualidad; más bien empeoran. Mi amigo Sunday, sin pensarlo mucho, corrió a condenar a su yerno. Y como él, el resto de la familia.

Rainiero conservaba su trabajo así es que buscó la mejor manera de organizar su vida en solitario. Ni con Johana, ni con Rose. Usando diversos medios intentó regresar a su familia pero no lo consiguió. Amaba a su mujer y echaba de menos a sus hijos pero nada. Su suerte estaba echada. Entonces, un poco por despecho y otro poco por rebeldía (nota del autor: Todos llevamos dentro un poco –o mucho—de rebeldía) hizo lo que satisfacía su orgullo: planteó el divorcio. Al dar este paso, agravó aún más la situación. Ya parecía no haber vuelta de hoja. Había perdido la batalla y se acomodó como pudo a la idea de ser un perdedor. Las hormonas se le enfriaron; la imagen de Rose se le transformó en una idea lejana y se acostumbró a comer pan con lágrimas. Sunday, que tenía principios cristianos y que a lo largo de sus días había procurado vivir sujeto a esos principios, ahora se había olvidado de todo aquello y, desenterrando el hacha, arremetió contra su yerno. Lo condenó por los cuatro costados. Le importaban su hija y sus nietos como personas pero no como familia. Podrían vivir sin el papá. No sería el primer caso en una sociedad donde los divorcios se cuentan por cientos.

Un día, le comentó a su amigo el drama que estaba viviendo en su familia. Su amigo le recomendó que enterrara el hacha y desenterrara la pipa de la paz. “Busca a tu yerno y habla con él” le dijo. “Todavía hay tiempo para salvar el matrimonio y componer los daños en la familia. ¿Te suena eso de adicciones?” Y le recordó un incidente en el que se vio envuelto Jesús. Hombres religiosos llegaron a verlo arrastrando a una mujer que, según ellos, había sido sorprendida en el acto mismo del adulterio. “Moisés dijo que a tales mujeres hay que apedrearlas. ¿Tú qué dices?” Jesús no dijo nada; más bien se puso a escribir algo con su dedo en el suelo. Al rato, alzó la vista y al ver a la mujer sola, le preguntó: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?” “Ninguno, Señor” contestó ella. “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. (En esta historia ficticia basada en un hecho real no hay final feliz porque el caso está en desarrollo).