Sobre el gesto de los hombres que matan a Jesús se eleva la acción final y decisiva de un Dios que resucita.
Cuando pasó el día de reposo, María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé, compraron especias aromáticas para ir a ungirle. Y muy de mañana, el primer día de la semana, vinieron al sepulcro, ya salido el sol. Pero decían entre sí: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro? Pero cuando miraron, vieron removida la piedra, que era muy grande. Y cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca; y se espantaron. Mas él les dijo: No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron. Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo. Y ellas se fueron huyendo del sepulcro, porque les había tomado temblor y espanto; ni decían nada a nadie, porque tenían miedo.
Marcos 16:1-8
Las escenas finales del evangelio (Mr. 16:1-8) cierran y abren, al mismo tiempo todo el texto, ofreciéndonos así los criterios principales para interpretarlo. Por un lado, con la muerte de Jesús todo termina: la palabra, la enseñanza, la experiencia de su mesianismo acaba en el hueco de una tumba. Pero, al mismo tiempo, en esa tumba empieza todo, por eso el ángel encamina a la comunidad de nuevo a Galilea, al lugar donde Jesús ha iniciado su mensaje. No es casual que en Marcos el encuentro con el resucitado aparezca situado precisamente en Galilea. Pues Galilea tiene, de hecho, un significado peculiar en este evangelio, que contrasta con la manera como el evangelista habla de Jerusalén.
La ciudad santa es vista negativamente como el lugar desde el cual vienen los enemigos de Jesús (3:22; 7:1) y en el cual sufrió y murió (10:33). Galilea, en cambio, es contemplada de manera muy positiva, porque es el sitio desde el que se inicia la actividad pública de Jesús (1:14), donde realizó la mayor parte de sus milagros; en Galilea escogió a sus discípulos (1:16-20; 2:14: 3:13-19), los envió a predicar (6:6-13) y los preparó para la crisis de la pasión (9:30ss); desde Galilea comenzó la misión cristiana a los paganos (5:1-20; 7:24-30).
Por tanto, estas palabras finales de Marcos quieren subrayar que es en Galilea donde los discípulos volverán a encontrar a Jesús, ahora resucitado. Pero, comencemos por el principio. El ambiente de esta escena es desolador. Unas mujeres enlutadas se dirigen al sepulcro. Sólo tienen el consuelo de un cadáver encerrado en una tumba que nadie puede abrirles: no hay nadie con poder sobre la muerte. Pues bien, sobre el discurso de la historia cotidiana que acaba siempre en un fracaso se eleva la palabra de Dios que interpreta en forma nueva el evangelio. Marcos, inspirado por Dios, ha resituado la interpretación y el sentido de la historia anterior colocando de nuevo a los discípulos en el camino.
Mr. 16:5-6a: “Y cuando entraron al sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca; y se espantaron. Más él les dijo: No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado…”.
La tumba vacía y la presencia de alguien allí les sorprende y atemoriza. El evangelista había presentado a Jesús diciendo que venía de Nazaret de Galilea (Mr. 1:9). Como nazareno le habían conocido los espíritus inmundos (Mr. 1:24) y el ciego del camino (Mr. 10:46-47). Pero aquel que comenzó su camino en Nazaret ha terminado en la cruz. Este es su título final, el resumen en el que se ha convertido su reino y su mesianismo. A Jesús le define ya su muerte en la cruz.
Mr. 16:6b: “… Ha resucitado, no está aquí: mirad el lugar en el que le pusieron”.
Sobre el gesto de los hombres que matan a Jesús se eleva la acción final y decisiva de un Dios que resucita. Marcos confiesa en forma narrativa lo que Romanos 4:25 presenta como una declaración formal: “El cual fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación”. Sólo se puede hablar de pascua auténtica si Jesús ha muerto de verdad y ha sido enterrado. Pues bien, en este caso el ángel escenifica ese dato. Importa el vacío del sepulcro: “No está aquí”, porque ha existido muerte verdadera y auténtico entierro de Jesús. Sólo allí donde se ha puesto de verdad la losa de la muerte sobre el cadáver de Jesús, sólo allí donde se mira y se recuerda su sepulcro puede hablarse de evangelio.
Mr. 16:7: “Pero, id, decid a sus discípulos y a Pedro que él va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis como os dijo”.
“Id y decid”. Ese “id” es, ante todo, una salida. Han de alejarse del sepulcro, abandonar la ruta de la muerte porque se ha abierto un nuevo camino por delante. Antes, las mujeres hablaban de muerte (vs. 3), ahora tendrán que hablar de vida transmitiendo el mensaje de resurrección[1]. Con este texto, Marcos quiere subrayar que es en Galilea donde los discípulos volverán a encontrarse con Jesús, ahora resucitado. Galilea, más que un lugar geográfico, es un lugar teológico: es un lugar caracterizado por el estilo de vida de Jesús de Nazaret y donde la iglesia va a vivir la experiencia de encuentro con el resucitado. Ahora bien, queda claro que, para poder encontrarle, y ésta es una de las cosas que Marcos quiere subrayar al final de su obra, ya no hay que ir a Jerusalén, a su templo, a sus leyes y a sus imperativos de pureza, ni a la tumba que se encuentra vacía. La revelación de Dios resucitando a Jesús no apunta a un pasado estático, fosilizado y manipulable, sino que está llena de dinamismo, un dinamismo marcado por la vida de Jesús de Nazaret[2] ¡Jesús no se encuentra en las ruinas de la historia!
Lo más impactante de todo esto es que Jesús desea reunir de nuevo a los suyos. En la lógica normal, podría haber llamado a otros discípulos una vez que estos se mostraron indignos del llamado. Sin embargo, recupera a los mismos como la primera vez. Llama a aquellos que “dejándole, huyeron” (Mr. 14:50). A los que dejaron la barca, la familia y los bienes por seguir a Jesús pero que, irónicamente, terminan por dejarle a él. Todos estamos llamados a sentirnos acogidos en ese amor incomprensible del Jesús resucitado. Nuestra incapacidad como discípulos no hace sino poner de relieve el amor incondicional de Dios manifestado en Jesús. El discípulo no lo es por sus propias fuerzas y recursos sino en tanto se abandona a la gracia de un Dios que le garantiza la vida de seguimiento en el camino.
Notas
[1] X. Pikaza. El evangelio de Marcos. Sígueme. 14-15
[2] X. Alegre. Memoria subversiva de los pueblos crucificados. Sígueme. 118
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