Para Ernest Trenchard la conquista de la justicia debía pasar primero por la conquista del corazón, y eso solo podía hacerlo Alguien de un nivel superior que pudiera “pagar” por la humanidad.
Por Benji Gálvez
Frederick Samuel Trenchard había sido guardavías en Woodley, cerca de Reading, pero se necesitaban manos en la granja paterna. Así en 1905 la familia al completo se trasladó a Devon, a la Granja Mounthill, cerca de Colyton. El lugar contaba con bosques, campos para la siembra, granjas para los animales y estaba rodeado de suaves colinas, donde el río Axe atravesaba un precioso valle. En la granja el trabajo nunca escatimaba, así que todos debían colaborar en los quehaceres diarios. En la mente del pequeño Ernest Harold Trenchard quedó grabada con cincel una palabra: “Trabajo”. Sembrar, cosechar, dar de comer a los animales… El colegio apenas sería una pausa en el trabajo en la granja.
[photo_footer]Granja Mounthill[/photo_footer]
Asistían a las reuniones de las Asambleas de Hermanos (en adelante AAHH) de Colyton donde el abuelo era miembro de la congregación. Las asambleas rurales eran pequeñas, pero el abuelo de Ernest creía en el poder de la oración. Con el tiempo las asambleas del este de Devon crecieron.
El pequeño Ernest Harold Trenchard admiraba a su madre, Eleanor Barret [1], por lo que era frecuente que la abrazara o le diera un sonoro beso en cualquier momento o lugar, incluso durante los cultos.
Un triste día el abuelo murió. Ante la nueva situación, los Trenchard se hicieron cargo de la granja. A Ernest le gustaba contemplar los hermosos paisajes de Devon, tanto si llovía como si hacía un soleado día, los ojos del pequeño se abrían con entusiasmo para retener en sus pupilas la lluvia de sensaciones que le embargaba.
Daba comienzo el verano en 1911 y Ernest y sus hermanos Ethel y Fred se dispusieron a jugar con un carrito, como tantas otras veces. Le tocaba el turno a Ernest, quien alborozado subió al carrito. Ante la atenta mirada de una familia de gorriones comunes, tan cercanos siempre a los humanos, los hermanos mayores empujaron el carrito, con el pequeño Ernest dentro, por una suave colina, pero el improvisado vehículo tomó velocidad y volcó abruptamente. Ernest acabó de bruces contra el suelo. Lágrimas de uno y risas de los otros. Pero lo que en un principio parecían simples hematomas sin mayor importancia, en realidad se convertiría en un grave problema de cadera en el pequeño. Pasaba el tiempo y la dislocación de la cadera parecía sanar bien. Guardar cama no le disgustó a Ernest, ahora podía dormir más y no madrugar tanto como sus hermanos. También podía leer, algo que cada vez le gustaba más. Sin embargo, un día su padre llegó con cuerdas y poleas, y fabricó un intrincado sistema que Ernest podría manipular desde su cama. Las cuerdas llegaban a sitios estratégicos de la granja donde su padre había instalado latas vacías. El objetivo no era otro, sino que el pequeño pudiera seguir ayudando en la granja, por lo menos espantando a los pájaros que pretendían comerse las semillas o la fruta. Ernest llegó a tomarse este trabajo como una diversión, y aunque lo peor fuera mover las cuerdas a las tres de la madrugada, por dentro Ernest podía imaginar el susto que se llevarían los pájaros con tanto “latazo”. Una sonrisa se dibujó en el rostro del pequeño: “Así aprenderéis a no robarnos nuestra comida” —pensó. Su sonrisa no desapareció todavía. Le dio por pensar que tal vez ahora sus amigos de la escuela le pondrían un mote simpático, como “Ernie el espantapájaros”. El pequeño acabó desternillándose de risa.
En una de las visitas rutinarias al hospital para que los médicos pudieran observar la evolución de la cadera, Ernest se cayó de nuevo. El tiempo encamado le había dejado mucha debilidad en las extremidades, especialmente en las inferiores. Los médicos empezaron a sospechar que no se trataba solamente de una dislocación, y llegaron a barajar la hipótesis del reumatismo o incluso la tuberculosis. Por lo que decidieron colocarle una férula en la pierna durante nueve meses. Ernest tuvo que aprender a caminar de nuevo, o al menos eso es lo que le parecía a él.
Su madre había educado en la fe evangélica a sus hijos y supo poner un firme fundamento espiritual en sus vidas. El 23 de septiembre de 1911 tendría lugar un hecho que quedaría impreso en la memoria de Ernest. Tal vez temiendo que la enfermedad empeorara aún más, o en cierta manera auto inculpándose por el aparatoso accidente que pareció ser el inicio del padecimiento de Ernest, lo cierto es que su hermano Fred fue a la habitación de este. Nada más entrar se puso de rodillas junto a él. Fred le habló de Jesús, de su muerte en la cruz, de su resurrección y de la nueva vida que comienza en uno cuando se le invita a entrar en el corazón. Cuando Fred preguntó a Ernest si quería aceptar a Jesús como Salvador, este simplemente contestó afirmativamente. Inmediatamente se abrazaron, oraron juntos y cantaron una alabanza imaginando el gozo que habría en ese momento en los cielos. Ernest tenía nueve años cuando nació de nuevo.
Ernest siguió creciendo físicamente y también espiritualmente. Intentó prestar atención en las reuniones de la Asamblea de Colyton, y asimilar las verdades fundamentales de la Palabra de Dios, a pesar de que allí parecían tener un extremado interés por la profecía bíblica. Cultivaba una relación íntima con Jesús y trataba de estudiar la Biblia. La sed de conocimiento de Ernest aumentaba diariamente. Disfrutaba leyendo, no solo la Biblia o libros cristianos, sino también los clásicos, a los autores de moda, e incluso sintió cierta atracción hacia el socialismo. Marx y su interés en “transformar el mundo” era sin duda algo atrayente. Su denuncia del trabajo abusivo y la explotación laboral infantil, el Manifiesto Comunista, cuyo tono era casi bíblico… Evidentemente Ernest chocaba con el materialismo de Marx, que dejaba fuera de la escena a Dios. Para Ernest la conquista de la justicia debía pasar primero por la conquista del corazón, y eso solo podía hacerlo Alguien de un nivel superior que pudiera “pagar” por la humanidad… Jesucristo, “el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 P 3:18). Jesucristo conseguía transformar el corazón más endurecido.
[photo_footer]Granja Boshill.[/photo_footer]
Poco antes de que Ernest volviera a los estudios, y recién iniciada la Gran Guerra, la familia se mudó a otro lugar cercano, la Granja “Boshill”, entre Colyton y Axmouth. En 1919 Ernest Trenchard anhelaba una espiritualidad más profunda en su propia vida. El 8 de diciembre de ese mismo año, Ernest fue bautizado por inmersión en una Asamblea. El texto bíblico que le dedicaron en su bautismo fue el de 2 Tim 2:3 “Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo” (un versículo que se aplicaría perfectamente a su ministerio posteriormente). El joven Trenchard estudió en el Instituto Colyton Grammar School, donde colaboró como aprendiz de profesor, entre los años 1919 y 1920. El director daba fe de que realizaba sus trabajos con excelencia y de que daba muestras de ser un buen profesor en ciernes. Ernest, ávido de conocimiento, trazó un plan para llegar a ser profesor. Por fin arribó el ansiado día y comenzó su carrera universitaria en Bristol (cerca de su casa). Quiso estudiar Filosofía y Letras, pero le faltó nota en Latín, y escogió Química. Conoció a varios estudiantes de AAHH que habían abandonado la fe, o estaban en el proceso de hacerlo, pero él asistió a algunas asambleas cercanas, estableciéndose finalmente en la de St. Nicholas Road junto a 200 personas. En aquella congregación descubrió un fuerte interés misionero. Hasta ahora había dado clase a niños en la Escuela Dominical, pero aquí empezó a predicar.
[photo_footer]Ernest Trenchard en el hospital rodeado de libros.[/photo_footer]
El joven Trenchard aprobó su primer año en la universidad en 1921 y evolucionó en su vida espiritual, consagrándose más a Dios y considerando en 1922 muy seriamente servir como misionero transcultural. Pero esta evolución en lo espiritual coincidió con una involución en lo físico, sufriendo una recaída en su salud. Consultó con un médico cirujano de las Asambleas de Hermanos (AAHH) para obtener alguna solución a sus problemas en su pierna. Le hicieron entonces un injerto de hueso que necesitó dos meses de hospitalización. Aparentemente mejoró, pero pronto la cadera volvió a darle problemas, teniendo que ser ingresado en el Bristol Royal Infirmary dos meses y medio más. Aunque en su fuero interno se resistía, no le quedó otra que abandonar sus estudios. Pero su espíritu era tal que no renunciaría a estudiar por su cuenta. Fueron muchos los libros que pasaron por su habitación en el hospital, y allí también comenzó el estudio del español. “Ernesto”, no parecía sonar nada mal. Había algo en España que le atraía, no obstante, todavía no podía entender de qué se trataba. Su corazón se aceleraba, un nerviosismo inusitado parecía apoderarse de Ernest. Esa noche le costó dormir más de lo acostumbrado, entre sus libros. ¿Cuáles serían los planes de Dios para su vida? ¿Es posible que un lisiado pueda ser misionero? En esto meditaba. Habían educado al joven Trenchard en una fe firme como la roca, y él podía orar y predicar como aquellos hijos del trueno (Mr. 3:17), pero aquella noche brotó una sencilla oración de los labios de Ernest, casi imperceptible:
—Señor, con esta cadera te lo estoy poniendo difícil, pero… hágase conforme a tu voluntad. Cuenta conmigo—. Y durmió profundamente.
[photo_footer]Gertrudis May Willie.[/photo_footer]
A poco más de 60 kilómetros de Bristol, en la ciudad de Cardiff, una joven acomodada llamada Gertrudis May Willie, reflexionaba sobre lo que había sido su vida hasta el momento y las decisiones trascendentes que debía tomar en adelante.[2] Mientras tanto la Unión Bíblica seguía extendiéndose por todo el mundo impulsada por Dios. (Continuará)
Notas
[1] Ancestry.com (Consultado en línea, 25-06-2021)
[2] Ernesto y Gertrudis Trenchard-La enseñanza que permanece, por Tim Grass (Comisión de publicaciones del Centro Evangélico de Formación Bíblica CEFB; Madrid, 2019).
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