Te instalas en mi horizonte a tus anchas, coges el lugar más destacado, y te aposentas como una reina deseando gobernar los pensamientos, los actos, las emociones.
A ti, querida compañera.
Digo querida por empezar de forma coloquial y educada, no porque te quiera, no te quiero, de hecho a veces te odio, te evito, te escondo debajo de cualquier lugar que te haga desaparecer al menos por un tiempo, unos días, horas... pero vuelves aquí, delante de mí, salpicando mis pasos de inseguridad e incertidumbre en el momento más inesperado.
Miro hacia arriba y no logro ver tu cima, se ve oscuro, interminable, una arboleda inmensa lo cubre todo. Te instalas en mi horizonte a tus anchas, coges el lugar más destacado, y te aposentas como una reina deseando gobernar los pensamientos, los actos, las emociones. Ocupándolo todo sin piedad.
Hay días que te creo, lo reconozco, me dices que esta todo perdido, que no vale la pena avanzar así, pero mirándote me doy cuenta, eres un monte, un obstáculo con el que las ondas sonoras de mi voz chocan, te escucho, pero no eres tú, tú no hablas, no eres nadie, es solo el eco de mi propia voz, me vomitas mis discursos cobardes de nuevo, mis propias palabras manchadas con tu horrible hedor a desgracia y dolor.
Pero ¿Sabes qué? Me estoy armando de valor para conquistarte. Estoy entrenando, alimentando mi alma de la palabra viva y eficaz para derribarte, herirte con la espada de dos filos (Hebreos 4:12). No me siento preparada, pero quizás Dios me quiera así, vulnerable, con el alma herida y un nudo en el corazón. Quizás solo así sea posible que él se haga fuerte en mi debilidad.
Imagino al salmista allí, delante de ti, sintiéndose diminuto, un “don nadie” que no ve más allá que su limitada humanidad. Frente a ese horizonte desconocido se pregunta -Levanto la vista hacia la montaña ¿De donde vendrá mi socorro? ¿De donde vendrá mi ayuda?- Y te mira a ti, retándote, recordándose que aunque parezcas una montaña inmensa, no vales, no ayudas, no socorres
“Puedo decirte: “Levántate y échate al mar”, y sucederá.”(Marcos 11:23). Te lo digo. Te insisto, vete. Pero sigues ahí, quieta, inmóvil. Puede que mi fe se haya cansado de ti, de mirarte y verte allí, plantada y sin ningún atisbo de cambio, puede que todavía no alcance a ser la semilla de mostaza que hace mover montañas. ¿Y si mirarte, regodearme de tu presencia, endiosarte, sea el mayor de los peligros? ¿Y si no es mi fe, si no mi perspectiva, la que hace verte enorme, indomable, imposible? ¿Y si se trata de un cambio de percepción? No te mueves, y no tengo respuestas ni forma de justificarlo, no alcanzo a ver más allá de ti, no soy capaz, yo sola no, pero eso no cambia quien soy, a quien pertenezco.
A Moisés, a aquel hombre que con su valentía cumplió su propósito, también le temblaron las piernas frente a ti. “-¿Quién soy yo?” (Éxodo 3:12) Le preguntó a Dios lleno de inseguridades y miedos. Como si su identidad fuera la que tu impones. No, Moisés no era el reflejo que le mostrabas cuando te miraba, yo tampoco. Yo no soy la descripción que haces de mí cuando lo llenas todo con tu miserable presencia, cuando te alzas cual pedestal para lucir mis temores más ocultos.
“-Yo estaré contigo-” Le dijo Dios a Moisés.
Déjame insistirte, yo soy quien esta con Dios, él está conmigo. Y eso, eso lo cambia todo.
“Levanto la vista hacia las montañas,
¿De dónde vendrá mi socorro?
Mi socorro viene de Dios,
quien hizo el cielo y la tierra!”
Salmos 121:1
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