Me tranquiliza enormemente saber cómo somos en Cristo y cómo nos categoriza el Señor con tan alto rango.
No es mi intención plantear en profundidad, en este espacio semanal, una exposición teológica sobre la verdadera naturaleza de la Iglesia o la razón de ser de la misma, pero sí quisiera aportar algunas reflexiones de carácter general sobre esta cuestión.
Entendiendo la Iglesia de Dios como la comunidad de hombres y mujeres redimidos por la sangre de Jesucristo y, a la vez, regenerados por el poder del Espíritu Santo, produciéndose a partir de entonces el milagro del nuevo nacimiento. Al decir de otros, descubrimos a un grupo de personas de todos los trasfondos sociales y culturales que conforman una especie de entelequia, en términos humanos, basada en la experiencia mística de quienes la componen. Damos por supuesto que esta es una de las muchas definiciones que tratan de describirnos algunos sociólogos de la religión.
Cuando uno observa las diferentes secuencias históricas de la Iglesia de Dios en el mundo, con sus luces y sombras, nos damos cuenta de que el factor humano ha sido, con frecuencia, el causante de diversas contradicciones, herejías, escándalos y desviaciones de todo tipo; pero también es cierto que Dios siempre se ha reservado un remanente fiel a su Palabra desde los albores del cristianismo hasta hoy. Tiempo nos faltaría para hablar del institucionalismo y sacramentalismo de algunos sectores que han desvirtuado completamente la verdadera razón de ser de la Iglesia. Por otra parte, también podríamos hablar de quienes presumen de ser la auténtica expresión bíblica de la Iglesia. Ciertamente todos adolecemos de algún aspecto importante a tener en cuenta con respecto a la Iglesia, tanto si hablamos de su verdadera unidad espiritual como de su ortodoxia y su ortopraxis.
Pensando en la Iglesia imperfecta, me quiero trasladar por unos momentos a la Iglesia perfecta, rescatando el relato paulino ejemplificado en el matrimonio cristiano: “…Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la Palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha.” Pablo nos está describiendo, por la revelación del Espíritu, a la Iglesia perfecta; así es como nos ve Dios en Cristo, “perfectos, aunque aparezcamos como imperfectos”.
Me tranquiliza enormemente saber cómo somos en Cristo y cómo nos categoriza el Señor con tan alto rango: “Más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios…” Realmente somos su especial tesoro. Esta poderosa realidad de lo que somos para Dios me bendice tanto que me provoca una bendita sensación de eterna gratitud por tanto amor y tantos honores inmerecidos que nos ha otorgado el Señor por pura gracia.
Uno de los relatos que más me ha bendecido en este sentido es la historia de Balaam cuando es reclamado por Balac, rey de Moab, con la intención de que este profeta de alquiler que se había corrompido por dinero maldijera a Israel; y solo quiero destacar una de las muchas lecciones espirituales que aprendemos de esta historia real, y es la severa instrucción del Señor al profeta para no dejarse sobornar por este rey pagano y, ante todo, la orden dada por Él mismo de bendecir a Israel ante este rey que viene a representar al reino de las tinieblas y al acusador de los creyentes. Aunque lo paradójico, apenas unos capítulos anteriores a este relato, es que Israel se había quejado y murmurado de nuevo contra Moisés y contra el Señor por la falta de agua. Finalmente vemos a Balaam declarando una parábola profética ante Balac a favor de Israel, que ilustra perfectamente cómo ve Dios a su pueblo: “ Escucha, yo recibí la orden de bendecir; ¡Dios ha bendecido, y yo no puedo revertirlo! Ninguna desgracia está en su plan para Jacob; ningún problema espera a Israel. Pues el Señor su Dios está con ellos; él ha sido proclamado su rey. Dios los sacó de Egipto; para ellos, él es tan fuerte como un buey salvaje. Ninguna maldición puede tocar a Jacob; ninguna magia ejerce poder alguno contra Israel. Pues ahora se dirá de Jacob: “¡Qué maravillas ha hecho Dios por Israel!”…
Y esta es nuestra misma posición actualmente, Dios nos ve perfectos en Cristo, aunque sin duda alguna tendremos que rendir cuentas al Señor en el siglo venidero de lo que hayamos hecho en el cuerpo, sea bueno o sea malo. Nadie tiene poder para maldecir a la verdadera Iglesia de Jesús porque el Señor la cubre, la exculpa y la vindica como el gran trofeo de su amor. Ni el enemigo de nuestras almas, ni nada ni nadie en el mundo entero nos puede sentenciar porque no se adormecerá nunca el que guarda a Israel.
El Señor está por nosotros y aun, a pesar de nuestros extravíos, nos da nuevas oportunidades y nos ve preciosos y sin mancha en Cristo porque somos como la niña de sus ojos, la señora elegida, somos la Iglesia perfecta de un Dios perfecto. ¡Maranata!
Tito 3: 5 - Juan 3:5 Efesios 5: 25-27 1ª Pedro 2: 9 Números 20 Números 23: 20-23; 24:5-7 2ª Corintios 5:10 Salmo 121
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