El traspiés se produce, casi sin darnos cuenta, cuando empezamos a pensar que nosotros mismos, de ser Dios, haríamos las cosas de otra manera.
Nadie, a simple vista, cree estar juzgando a Dios. Si somos creyentes, en un sentido, tenemos cierta intuición como para darnos cuenta de que eso, a bocajarro, es más que inapropiado. Sin embargo, la cosa es mucho más sutil, y por eso es engañosa. Porque esto es, como otras tantas cosas en las que nos deslizamos, un asunto que no se presenta en nuestra mente de forma tan evidente, sino que está disfrazada de sentido común, de “duda razonable”, y del amparo que proporciona el hecho de que otra mucha gente piense igual.
Nadie se levanta por la mañana diciendo: “Yo soy más listo que Dios”. Quizá lo hagan las personas que odian la vida de fe, o que han convertido su existencia en una cruzada contra cualquier cosa que suene a cristianismo, pero poco más. Se puede ser fanático desde la ideología antirreligiosa también. Pero en algunas de nuestras formas de proceder puede leerse entre líneas nuestra disconformidad con lo que Él permite, y eso es terreno pantanoso.
Cuando se es cristiano, reconocer a Dios como tal significa, de partida, atribuirle características que le colocan por encima de nosotros en todo, sabiduría incluida, de forma que se sobreentiende que aquella declaración de superioridad nuestra, sobra. Pero una cosa es lo que decimos, y otra bien distinta lo que hacemos, cómo reaccionamos, o nuestras actitudes. Quizás no tanto frente a Él, en sí, sino ante lo que Él permite que suceda, lo cual nos lleva a Él de vuelta.
El traspiés se produce, casi sin darnos cuenta, cuando empezamos a pensar que nosotros mismos, de ser Dios, haríamos las cosas de otra manera. Esto nos sucede particularmente en tiempos de dificultad como los que vivimos, y me parece peligroso porque es especialmente fácil caer en ello. Algo no nos gusta, aparece una mueca en nuestra cara, nos parece injusto, buscamos responsables, nos rebelamos ante la situación, por qué Dios permite esto... y empezamos, si no somos cautos, a guardar cierto resentimiento contra Él.
Miramos alrededor, vemos cómo están las cosas, y empezamos a cuestionarnos, no solo la bondad de Dios, que por descontado eso sucede. También empezamos a sopesar Su sabiduría, Su poder, Su amor, y Sus planes de bien para nosotros. Cada vez me encuentro con más creyentes en esta tesitura, debido a la circunstancia que vivimos. Y es que no tenemos una visión sólida acerca de Dios en el sufrimiento. Nuestra teología resulta más o menos sólida cuando asociamos a Dios con los conceptos que más fácilmente tenemos vinculados con Él. Pero nos sigue costando verle u oírle en medio del dolor, y rápidamente expresamos “se ha ido”, “no está”, “no me habla” y, eventualmente, “no me puede amar cuando permite esto”.
[destacate]Nuestra teología resulta más o menos sólida cuando asociamos a Dios a los conceptos que más fácilmente tenemos de Él. Pero nos cuesta verle en el dolor.[/destacate]No sé si has vivido alguna pérdida humana cercana en este tiempo de pandemia. Nosotros en casa estamos lamentando la desaparición de algunas personas excepcionalmente buenas, generosas, valiosas en sentido extremo para nosotros, y para todos los que las conocieron. Seres humanos transformados por el Señor, con una calidad personal extraordinaria, de esos que hacían, de cualquier situación donde estuviesen presentes, un lugar mejor.
Cuando se pierde a personas así, uno a veces se encuentra a sí mismo, casi sin darse cuenta, pensando en su fuero interno que hubiese sido mejor que el Señor se llevase a otros, más cuando la maldad en el mundo es hoy tan palpable. No es algo que decimos como abriendo un contencioso con Dios, ni es algo que lleve, necesariamente, a resquebrajar nuestra fe, porque podemos darnos cuenta de que este pensamiento no está yendo hacia el lugar correcto, y lo reorientamos más o menos pronto.
Me preocupa, sin embargo, cuando este tipo de razonamiento o conclusión se establece en nuestra cabeza en momentos puntuales, pero creando a pequeños pulsos una raíz muy fuerte, que termina estableciéndonos como jueces sobre Dios, casi sin habernos dado cuenta. Indoloro, casi de forma aséptica, y sin pestañear, nos hemos colocado de tú a tú con Dios. Ya no nos quejamos con Dios o a Dios, lo cual tiene cierta cabida. Nos quejamos DE Dios, y eso tiene otro cariz.
El Señor nos ayude a distinguir, a captar las sutilezas de esa mezcla entre las otras voces, las que no interesa escuchar, junto con la nuestra propia, asociada aún a nuestra antigua naturaleza. Escucharemos las del mundo fuera, que rechaza visceralmente cualquier cosa que no implique disfrute y autosatisfacción, y que nos invitarán constantemente a cuestionar al Dios de bien que permite, muchas veces, la acción del mal, aunque le pone freno. No podemos imaginarnos lo que sería esto, sin esa limitación de Dios sobre el mal. Estaríamos, anticipadamente, en el infierno mismo.
Un Dios que es Dios, tiene sus razones, y Su sabiduría no tiene límites. Un ser humano finito que tiene dudas, está en lo legítimo, pero no puede tener un contencioso con Dios de tú a tú, como si fuese un colega. No tiene toda la información, no puede comprender de qué maneras Dios ama y despliega Su misericordia hacia cada cual, en función de necesidades que ni siquiera sabe que tiene. Dios no nos da lo que queremos. Su amor nos proporciona lo que necesitamos, aunque no seamos conscientes de ello. Incluso aunque nos lleve a no amarle, porque Él nos quiere mucho más allá de un cariño barato o de conveniencia.
Cuando tengamos dudas sobre el amor de Dios, volvamos a Cristo. En medio de la pandemia, mira a la cruz. Ningún sufrimiento de Él fue inútil. Tampoco lo son los nuestros. En el Calvario parecía estar todo acabado. Pero venía la Resurrección.
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