El discurso del Papa socava el “escándalo” cristiano según el cual Jesucristo es el único camino hacia el Padre (Juan 14:6) y, al mismo tiempo, los discípulos de Cristo están llamados a vivir en paz con todos (Romanos 12:8).
Cuando hablamos de tierras atormentadas por décadas de guerras y violencia, a veces perpetradas en nombre de las religiones, las divinidades y los credos, debemos hacerlo con sobriedad y circunspección. Es fácil pontificar desde la distancia, cómodamente sentados y seguros, olvidando el trágico contexto y el sufrimiento generalizado en la situación de la que se quiere hablar. Es decir, comentar el reciente viaje del Papa Francisco a Irak puede convertirse en un pretexto para la crítica fácil si no se intenta entrar en la complejidad de la situación y en la tragedia del momento. Por consiguiente, hay que reconocer que el llamamiento del papa romano a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia fue muy bueno. Su apelación al respeto a las minorías fue extremadamente útil. Su invitación a la conciliación nacional y a la solidaridad entre los distintos componentes de la sociedad fue también encomiable.
Dicho esto, no se puede pasar por alto el marco teológico de su visita a Irak. El punto culminante de su viaje fue el discurso pronunciado en el encuentro interreligioso de la Llanura de Ur (6 de marzo). De forma muy evocadora y emotiva, su discurso se centró en la figura de Abraham como padre de los judíos, los cristianos y los musulmanes. Según Francisco, “Abraham nuestro padre” es común a todos: judíos, cristianos y musulmanes son los “descendientes” prometidos por Dios a Abraham y, por tanto, “hermanos y hermanas” entre ellos. Estos tres grupos están llamados por Dios “a dar testimonio de su bondad y a mostrar su paternidad mediante nuestra fraternidad”. En el nombre de Abraham, experimentan la misma paternidad humana (en Abraham) y divina (en Dios), siendo así hermanos y hermanas. Aplicándolo a la situación actual, según el Papa, “no habrá paz mientras veamos a los demás como ellos y no como nosotros”.
Después de trabajar el punto de la hermandad compartida en Dios y en Abraham, Francisco terminó su discurso de una manera que resume su visión:
Hermanos y hermanas de diferentes religiones, aquí nos encontramos en casa, y desde aquí, juntos, queremos comprometernos a realizar el sueño de Dios de que la familia humana sea hospitalaria y acogedora para todos sus hijos; que mirando al mismo cielo, camine en paz sobre la misma tierra.
A este sentido llamamiento siguió la “Oración de los hijos de Abraham” (recitada con los representantes cristianos y musulmanes presentes en la reunión) en la que, entre otras, destacan estas expresiones:
Como hijos de Abraham, judíos, cristianos y musulmanes, junto con otros creyentes y todas las personas de buena voluntad, te damos las gracias por habernos dado a Abraham, hijo distinguido de este noble y querido país, para que sea nuestro padre común en la fe.
Y de nuevo:
Te pedimos, Dios de nuestro padre Abraham y Dios nuestro, que nos concedas una fe fuerte, una fe que abunde en buenas obras, una fe que abra nuestro corazón a ti y a todos nuestros hermanos y hermanas; y una esperanza sin límites capaz de discernir en cada situación tu fidelidad a tus promesas.
Abraham es presentado como “nuestro padre común en la fe” y la oración se dirige a “nuestro Dios” sin mencionar el nombre de Jesucristo, dando por sentada la paternidad de Dios no como Creador de todas las cosas, sino como “nuestro Dios”, Dios de nosotros “hermanos y hermanas”.
Además, al concluir su discurso con una oración interreligiosa, el Papa cambió el enfoque de un discurso religioso a una forma de “ecumenismo espiritual”, es decir, de oración conjunta. Para él, hablar de la fraternidad universal y orar como hermanos y hermanas al mismo Dios son una misma cosa. El diálogo interreligioso se convierte en una forma espiritual de unidad basada en la convicción de que toda la humanidad comparte la fe en el mismo Dios. En la comprensión y la práctica católica del ecumenismo y del diálogo interreligioso, la oración conjunta está siempre en la mira cuando se habla de “unidad”.
El discurso papal y su oración interreligiosa requieren una “gramática” para ser comprendidos plenamente. Es fácil detenerse en el nivel de una llamada convencida a la libertad religiosa y a la convivencia pacífica. Sería reduccionista y no se ajustaría a las intenciones del pontífice. Lo que Francisco dijo e hizo se inscribe en una teología verdaderamente católica de la unidad del género humano, ya que está formada por hermanas y hermanos, todos hijos del mismo Dios que, como tales, pueden y deben orar juntos.
Hay una evidente pendiente resbaladiza en esta línea argumental relacionada con los temas de la alteridad y la convivencia entre personas diferentes. Aparte de las pesadas implicaciones del universalismo (o sea, la idea de que todas las religiones conducen a Dios), el Papa dice que para no estar en conflicto unos con otros, los pueblos deben ser amigos; para ser amigos, deben ser hermanos y hermanas; y para ser hermanos y hermanas, es necesario referirse a la misma divinidad que, aunque construida de forma diferente en el plano teológico, es el mismo Dios. La línea de pensamiento termina así: siendo todos hijos de un mismo Dios, debemos orar juntos.
[destacate]En el proceso de amar al prójimo y vivir en paz, nunca se debe falsear el evangelio que dice que fuera de Cristo no hay salvación.[/destacate]Si tenemos en cuenta todos los pasos de este argumento, nos encontramos con una impresionante concentración de lo que es la visión católico romana.
Hay enérgicas implicaciones teológicas en cuanto a la doctrina de Dios: ¿es el Alá musulmán el mismo que el Dios Trino de la Biblia? Si estamos orando como hermanos y hermanas juntos, la respuesta del Papa es que sí.
Existen consecuencias soteriológicas evidentes: ¿nos salvamos todos independientemente de la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado? Si oramos al mismo Dios como hermanos y hermanas, lo que implica que todos somos aceptados a sus ojos, la respuesta del Papa es que sí, aunque no se utilice explícitamente el lenguaje de la “salvación universal”.
También hay matices misiológicos: ¿qué pasa con la gran comisión de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio con vistas a la conversión de los perdidos? Si ya somos hermanos y hermanas, orando juntos al mismo Dios, la respuesta del Papa es que la misión de la Iglesia es hacer visible y concreto lo que ya es cierto: nadie está realmente perdido y, como seres humanos, ya formamos parte de la familia de Dios.
Si se acepta esta “lógica” católico romana del Papa Francisco, para vivir en paz entre los que son diferentes, hay que reconocer la pan-religión que une a todos. Tener una religión común es fundamental para luchar por la paz. Según el Papa, la paz es posible entre los hermanos y las hermanas que son hijos de Abraham, y que en última instancia son hijos de Dios.
Los que no aceptan esta “lógica”, o sea, los que creen que no hay que tener la misma fe para convivir en paz, que no hay que orar juntos para amar al prójimo como nos manda Cristo, que no hay que recurrir a la retórica de “todos somos hermanos y hermanas” para trabajar juntos por el bien común, siembran la enemistad, fomentan la violencia y crean conflictos. La pendiente resbaladiza del discurso del Papa es extremadamente peligrosa. Esto socava el “escándalo” cristiano según el cual Jesucristo es el único camino hacia el Padre (Juan 14:6) y, al mismo tiempo, los discípulos de Cristo están llamados a vivir en paz con todos (Romanos 12:18) independientemente de sus creencias y prácticas religiosas. Este es el reclamo cristiano: en el proceso de amar al prójimo y vivir en paz, nunca se debe falsear el evangelio que dice que fuera de Jesucristo no hay salvación (Hechos 4:12). Por el contrario, el Papa piensa que para tener paz se debe profesar la religión universal de “todos somos hermanos y hermanas que oran al mismo Dios”. Este no es el camino cristiano.
Una última palabra sobre Abraham. Lo que el Papa dijo sobre el patriarca, el apóstol Pablo no lo habría dicho. Para Pablo, Abraham es el padre de los creyentes en Jesucristo (Romanos 4:11-12). Para Pablo, los descendientes de Abraham son los discípulos de Jesucristo de todas las naciones (Romanos 4:16-17): su herencia, de hecho, no sigue la línea biológica de la carne y la sangre, sino que se recibe y se transmite “por la fe” en Jesucristo (4:16). El propio Jesús cuestionó las apropiaciones étnicas y culturales de la paternidad común de Abraham (Juan 8:39), diciendo que Abraham se regocijaba esperando ver el día del Señor Jesús (Juan 8:56). Sin Jesús, y fuera de la fe en Jesucristo, ser hijos de Abraham puede ser un marcador de identidad cultural, pero no la base para la unidad en la fe y la oración.
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