En la vida nos enfrentamos a muchas y variadas aparentes contradicciones que no son, en realidad, incompatibilidades, sino paradojas.
Cuando enfrentamos sufrimiento en la vida, quizá uno de los aspectos que más nos cuesta asimilar es esa aparente carencia de sentido en el dolor. La gran pregunta es, ¿es eso cierto realmente?
La convicción de que lo que está pasándonos no tiene valor u opción alguna para construir algo bueno es, posiblemente, el mayor cáncer con el que convivimos en esos momentos duros de nuestra existencia. Durante esos periodos, y bajo el influjo de tal pensamiento, se apodera de nosotros con facilidad la desesperanza, la amargura, empezamos a despotricar contra el mundo, contra la vida y, por supuesto, contra Dios, como quien consideramos responsable primero y último de nuestro dolor. “Al fin y al cabo –nos decimos– Él es quien permite que suceda y quien impide que desaparezca, aún teniendo en Su mano la posibilidad de cambiar ambas cosas”. El eterno conflicto entre la idea de un Dios bueno y que nos ama, y uno que a la vez permite el sufrimiento, viendo ambas opciones como incompatibles.
Sin embargo, en la vida nos enfrentamos a muchas y variadas aparentes contradicciones que no son, en realidad, incompatibilidades, sino paradojas. Se trata de elementos que, a simple vista, nos parecen irreconciliables pero que, sin embargo, están íntimamente relacionados. Es solo que, al primer vistazo, nuestros sentidos nos engañan, pero al profundizar algo más, a veces no demasiado, siquiera, aparece una parte de esa realidad que antes nos era velada y que, finalmente, le da sentido al cuadro completo.
Romanos 5:3-5 nos recuerda que el sufrimiento que atravesamos produce perseverancia, entereza de carácter y esta, a su vez, esperanza. Nos encanta la parte final, pero querríamos alcanzarla sin tener que atravesar por el valle de lágrimas. Eso, al menos en este mundo en que vivimos, no es posible. No alcanzamos el mismo grado de madurez mediante el sufrimiento que sin él. Solo hemos de mirar a las nuevas generaciones, nacidas en estados de bienestar, con todo a su alcance, sin haber tenido que pasar penuria alguna, en comparación con lo que nosotros, nuestros padres, o nuestros abuelos, éramos a su edad.
La prueba y el dolor, entendiéndolos como algo que Dios no quiso para nosotros inicialmente, pero que Él permite porque son el medio por el que llegamos a aquellos lugares que el Señor sí quiere para nosotros, son parte inevitable de la vida. Es cierto que algunas personas acumulan más dolor que otras y eso es el recordatorio del mundo caído e injusto que vivimos. También es una realidad que todo el mundo no reacciona igual frente al sufrimiento, ni madura igual ante el mismo. Sufrir no siempre es sinónimo de madurar, aunque para madurar suele ser necesario pasarlo mal. De nuevo, paradójicamente, una vía que no es de doble sentido, aunque pudiéramos pensar que sí.
Entiendo entonces, aunque no comparto, cuando una persona considera y decide que el dolor es algo que no vale para nada y de lo que hay que desprenderse cuanto antes, sin tener siquiera que hacer alguna reflexión al respecto. Me parece, francamente, una pena. Ya que hemos de vivir algo, sería de sabios procurar examinar los grandes aciertos y errores frente a ese asunto, considerar nuestros caminos en medio de ese tiempo en el recorrido, mirar a futuro evitando las mismas torpezas que, quizá, en nuestra inmadurez cometimos. Asumo que para las personas el dolor es algo tan desagradable que nuestra primera reacción es eliminarlo. Pero eso es una necedad. ¿Cómo sabemos que hemos de retirar la mano de una superficie caliente, si no es por el dolor? ¿Cómo saber si tenemos una infección, cuando procuramos eliminar la fiebre por todos los medios?
Cuando reflexiono más allá, reconozco que, al escuchar a un cristiano decir que el sufrimiento no vale para nada, pienso con mucha pena en cómo le quitamos valor a la cruz. El dolor de Jesús en medio de Su sacrificio a nuestro favor es la prueba irrefutable de que, tal y como se construyen las cosas en el Reino del que somos parte, el sufrimiento tiene muchísimo valor. Él, siendo Hijo y heredero de todo, mediante el sufrimiento, aprendió a obedecer (Hebreos 5:8), y eso no solo le llevó a ser el consumador de salvación eterna para todos los que le obedecen (v. 9), sino que le hizo ser también Sumo Sacerdote fiel y misericordioso, que por haber sufrido en primera persona, puede también compadecerse de nuestro dolor y nuestras pruebas (Hebreos 2:17-18).
Negar el potencial resultado positivo del sufrimiento que vivimos no puede ser la manera en la que nos acerquemos a este asunto. Por supuesto, podemos hasta cierto punto, desde nuestra necedad, preferir que no valga para nada, como si eso fuera a eliminarlo. Pedir explicaciones a Dios desde la soberbia acerca de Su propósito en medio de ello, tampoco parece la mejor opción. Es, justamente, apartarnos de la fuente de calor cuando más frío tenemos, e implica enemistarnos con la fuente de todo el bien que necesitamos en medio del momento oscuro.
Agarrarnos, por el contrario, a la convicción de Sus planes de bien para nosotros, y el carácter de Cristo que está forjándose internamente, nos ayudan a tener una perspectiva más sólida y espiritual sobre lo que nos sucede. Mirar a la cruz, entendiendo que el justo murió por los injustos, nos recuerda que no hay sufrimiento que vayamos a atravesar que no haya sido superado con creces por Aquel que se dio por nosotros.
El dolor no solo nos ayuda a madurar en primera persona, sino que da testimonio a otros sobre lo que creemos cuando nos ven en medio del valle oscuro. Y queda de nuestra parte escoger qué uso daremos a lo que nos esté tocando vivir: si para construir el Reino o, por el contrario, para sumar a los intereses del enemigo. Un aguijón en la carne que solo sea considerado como el mensajero de Satanás que me abofetea (2ª Corintios 12:7) o como aquello que Dios mismo usa para moldearme y hacer que mi soberbia esté contenida (mismo versículo).
Propósito eterno, entonces, el que Dios tiene y que, en ocasiones, si es Su voluntad, podemos entender de forma específica, más allá de Sus planes generales de bien para nosotros. Propósito personal, también, el que decidimos darle como muestra de nuestra respuesta responsable ante el Dios que se hizo carne, que no se aferró a Su condición de Dios, sino que entendió el profundo valor que tendría Su dolor, que sufrió a favor nuestro, y nos reveló el camino que deberíamos también nosotros seguir, no desde un espíritu masoquista, sino andando como Él anduvo, en servicio y entrega, para el rescate de muchos.
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