La jornada volaba a una velocidad vertiginosa, mi mente y cuerpo no acompañaba, iba a trompicones intentando alcanzar el tiempo.
Por Mati Sanchiz
No había despuntado todavía el día, las últimas sombras de la noche aún nos cubrían, pero ya estaban nuestras cuidadoras tocando diana. No sé si era el momento del día más odiado por mí, pero estaba en uno de los puestos más altos del ranking. Era justo cuando un dulce sopor caía sobre mis párpados después de haber tenido una agitada vigilia, por más que me daban las consabidas pastillas para dormir. Y entonces, zas, había que levantarse. Intentaba consolarme pensando que por fin me quitarían el pañal que empezaba a hacerme una molesta rozadura en la ingle. Qué distintos aquellos tan chiquitos que cambiaba a mis hijos y que todas mis amigas venían a contemplar como si de un espectáculo se tratara. Ahora el espectáculo lo daba yo dependiendo de los cuidados de otras personas para solventar las actividades de la vida diaria.
Apenas podía abrir los ojos y mi cuerpo no respondía a la orden de despertarse. La sonrisa y el buen humor de mi torturadora no la hacían más grata cuando se trataba de sacarme de la cama, pero por lo menos ponía todo su empeño por endulzar el momento. Desde ese instante la jornada volaba a una velocidad vertiginosa, mi mente y cuerpo no acompañaba, iba a trompicones intentando alcanzar el tiempo. La ducha acelerada, la medicación, el desayuno, la terapia de memoria, la fisioterapia, más medicación. Todo pautado, hasta el momento de las necesidades fisiológicas… todo pautado… todo.
Por la tarde, cuando el sol empezaba a sentirse tímido y se quería ocultar tras la arboleda, me sacaban al jardín con mi silla de ruedas. Hoy me vino a ver un señor muy elegante. En sus mejores días seguro que fue un hombre atractivo. Todavía conservaba su cabello, aunque cano, pero muy bien cuidado. El traje bien planchado e impecable lo definían como un caballero. Su olor me era conocido, su voz me era familiar y hasta su mirada me decía que podía confiar en él. Me hablaba, me sonreía, me contaba mil historias. Su dulzura era tal que me traía consuelo y confort en medio de ese caos en el que vivía mi mente. Al despedirse me quiso besar, ¡qué osadía! ¡Sin conocernos de nada! Y lo rechacé. Pude ver un atisbo de tristeza en sus ojos y me dejó una sensación de desasosiego. Lo vi marchar despacito bajo las ramas del sauce llorón y el sentimiento de abandono sorprendió a mi corazón cansado.
Ya metidos en la noche después de hacernos entrega del acostumbrado resopón, cuando se estaban apagando las últimas luces de la residencia, en la soledad oscura de mi habitación vino un recuerdo a mi mente. Era él. Y lloré en silencio por el hombre que me hizo feliz toda una vida y al que mañana ya no recordaré.
*Dedicado a todas aquellas personas que merecen un trato digno en la última etapa de sus vidas, aunque en sus mentes solo quede el olvido.
La hermosura de los ancianos es su vejez. (Proverbios 20:29)
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