Seguimos esperando mejorías que vengan como por arte de magia y continuamos siendo casi supersticiosos, en estas fechas especialmente.
Como cada año que pasa, con la transición al nuevo, uno puede percibir cierta ilusión renovada al respecto, con expectativas de que traiga aires nuevos y cambios que resuelvan lo que el anterior dejó mal parado. Dura poco, eso sí, porque la mayoría de seres humanos tenemos una gran capacidad para tener buenos propósitos (y qué mejor, aparentemente, que un nuevo año para “empezar bien”), pero muy pocos tienen la constancia firme para llevarlos a término.
Habiendo sido testigos de esto durante todo el transcurso de nuestra vida, con más o menos años la de cada cual, no dejamos, sin embargo, de cometer los mismos errores. Es como si no fuéramos capaces de recordar que, esa misma fórmula por la que creemos que las cosas pasan por cambiar de calendario anual, nunca funcionó. De manera que la repetimos, y eso sigue mostrando algo mucho más sutil de nosotros mismos: que seguimos esperando mejorías que vengan como por arte de magia, golpes de suerte, y continuamos siendo, hasta cierto punto, casi supersticiosos, en estas fechas especialmente.
En otros momentos del año se adjudica a pensar en positivo, al karma, o a cualquier otra cosa. Pero en el fondo yace la misma cuestión. De ahí que, al inicio de cada año se sigan escuchando frecuentemente, incluso entre creyentes, frases del tipo “a ver si este es el bueno”, pero sin que haya mucho más que buenos propósitos, o una visión espiritual del tiempo que impacta directamente a nuestra relación con el Creador y con lo creado.
Algunas preguntas vienen a mi mente...
En palabras de Eclesiastés, el afán nunca es un buen propósito de Año Nuevo. En los excesos nos perdemos, incluso cuando pueden ser cosas aparentemente buenas, como la sabiduría, el conocimiento, o la sed de justicia. Los seres humanos nos movemos entre dos extremos: a veces caemos en la ilusión de pensar que no tenemos que hacer nada para que nos vaya bien, como mucho “cruzar los dedos”, y otras nos volvemos locos intentando abarcar lo que nunca estuvo bajo nuestro control. Nos afanamos intentando frenar, reducir o contrarrestar la inercia.
[destacate]Lo que puede redimensionar el 2021 es el amor de Dios y por Dios.[/destacate]Ni en el exceso de justicia, ni siquiera en el exceso de sabiduría, nos dice Eclesiastés, vamos a encontrar más que destrucción. Los excesos nunca ayudaron a nada. Desde luego, en el otro lado, el camino de la maldad y de la necedad es la muerte, con lo que vivir de cualquier manera tampoco es la solución (cap. 7:16-17). Disfrutar de aquello que se nos ha dado, alegrarnos en nuestra vida es un don de Dios, tal y como él descubre tras mucho observar. Pero todo ello toma su verdadera y justa dimensión cuando se hace en el contexto y el escenario de tener en cuenta que vivimos en un Universo que Dios gobierna, en el que llegan días buenos y malos porque Dios los permite, y en el que nos dirigimos hacia un hogar eterno.
Ahí está, entonces, el tan necesario equilibrio. Y véase que digo “necesario”, y no “deseado”, porque implica tomar decisiones que no nos gustan, y por las que a veces pagaremos un alto precio. El versículo 18 del capítulo 7 de Eclesiastés nos da la clave: tengamos en cuenta los dos extremos, para evitarlos, porque en ambos nos irá mal. Sin perder de vista la destrucción de un lado, ni la muerte que viene por el otro, desarrollemos el temor de Dios, tengámosle en cuenta, considerémosle en nuestros propios caminos con reverencia (ese es el concepto bíblico de temor, y no miedo). Incorporémosle a la ecuación por la que nos movemos en la vida, veamos las cosas como Él las ve, miremos con Sus ojos, demos a la existencia la dimensión que le aporta su propio Autor, y no pretendamos sacar el mejor provecho a la vida sin hojear siquiera el libro de instrucciones del fabricante. No por búsqueda de conocimiento, ni siquiera por justicia, aunque sería justo, sin duda.
Lo que puede mover el 2021 y redimensionarlo es el amor. De Dios, en primer lugar, hacia nosotros. Por Dios, en segundo lugar, que es bueno y digno de ser amado y honrado. Y amor por Sus caminos, que son buenos, aunque no lo parezcan según el modelo de vida que marca este siglo.
Si somos cristianos, además, esto se concreta en algo todavía mucho más específico en palabras de Jesús, que me recuerdo a día de hoy, a primeros de este 2021: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará. Pues, ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?” (Lucas 9:23-25)
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