Aunque seamos inducidos por las circunstancias a hipotecar el llamamiento divino para salvar nuestra integridad física o emocional, del mismo Dios que nos encomendó y por el que sufrimos llegará la ayuda.
En una ocasión, el profeta Jeremías tuvo que hacer frente a una de las peores tentaciones que un servidor de Dios puede experimentar. No tiene que ver con el dinero y la avaricia, la lujuria o el orgullo que puede producir la fama. Es más bien la tentación derivada al hecho de tener que desempeñar una tarea, hablar unas palabras o vivir una vida que pone en evidencia a las personas que han decidido oponerse abiertamente al mandato divino. Es la antigua, pero aún presente tentación de evitar sufrir las consecuencias de una entrega íntegra a la voluntad de Dios.
Es cierto, en su propia confesión, Jeremías reconoce que por algunos momentos rehusaría seguir pagando el alto precio de enfrentarse a toda una clase religiosa y política que además de alejada de Dios, le acusaba a él de ser un traidor a su propio pueblo.
Jer. 20:9 “Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre…”
Jeremías solamente estaba siendo fiel al llamado que de parte de Dios se le había encomendado: denunciar el pecado de su pueblo Israel y anunciar la pronta destrucción que de mano de los babilonios se desataría sobre ellos.
Todo esto fue cierto para el mismo Cristo, en el momento que fue tentado por Satanás en el desierto, cuando este abiertamente le propuso evitar cualquier sufrimiento y salvar su propia vida de lo que el mandato celestial le demandaba. Todo esto ha sido cierto para cada creyente de cada época y aún sigue siendo cierto para ti y para mí.
Y por supuesto, esto es cierto para cada uno de los más de 340 millones de cristianos que sufren una persecución y discriminación intensa por Jesús, que del mismo modo están expuestos a la misma tentación: borrar del pensamiento y del corazón las palabras de Jesús y de sus bocas el anunciar las buenas noticias de salvación para quienes les rodean.
No es sencillo mantener vivo el fuego de la devoción cuando se es azotado o puesto en el cepo. No es sencillo mantener la fe en la esperanza futura cuando vas a parar a la cárcel o cuando eres separado de tu familia. Aún es más difícil mantener el compromiso, en medio de todas estas dificultades, de seguir predicando la palabra de Dios, conforme nos ha sido dada.
Pero, aunque la frágil corteza carnal de nuestro ser sea susceptible de romperse con facilidad ante esta presión, y seamos inducidos por las circunstancias a hipotecar el llamamiento divino para salvar nuestra integridad física o emocional, del mismo Dios que nos encomendó y por el que sufrimos, llegará la ayuda.
Y es en estos momentos, donde la maravillosa obra del Espíritu en el corazón del creyente abatido y desesperado genera una nueva esperanza aclarando los ojos y haciéndole desviar la mirada, no hacia el dolor presente sino hacia una eternidad llena de amor y paz en Él. Acerca de esta misma realidad de nuevo, el profeta concluye:
Jer. 20:7, 9: “Me sedujiste, oh, Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste… había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude.”
Es ese mismo fuego que despertó y renovó el compromiso del profeta con su Dios, el que cada uno de nuestros hermanos perseguidos en todo el mundo siente cuando la tentación de abandonar y evitar de una vez por todas el sufrimiento, llega hasta sus vidas. Es el mismo fuego que les impulsa cada día a seguir las pisadas de los hombres y mujeres fieles y obedientes a la voz divina a lo largo de la historia. Es el mismo fuego que les guía a tomar la cruz y morir junto a Cristo.
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