La pérdida hace que ahora los regalos tengan un dulce sabor amargo, pero aquellos que se han ido siguen siendo mi mejor regalo.
Por Mati Sanchiz
Las fiestas navideñas están cerca de poner su punto y final con la mágica visita de los Reyes Magos. Entre los vagos recuerdos de mi infancia puedo, de forma extraordinaria y mágica (como no podría ser de otro modo), recobrar el sentimiento de emoción que recorría mi diminuto cuerpo de niña. Recuerdo maravillosas y entrañables reuniones familiares, encuentros con parientes que llegaban de lejos y nos endulzaban los días más que los turrones, mantecados y polvorones que nunca me gustaron y por supuesto no comí. En mi frágil memoria se esconde esa niñita que guardaba la escurridiza esperanza fallida de que nos tocara alguna cosita en la lotería navideña, también se encuentra el olor y el sabor de las comidas especiales que tanto trabajo daban a mamá, que con su delantal rojo cocinaba con delicado amor. En el recuerdo de mi retina descansa la imagen de la decoración especial que papá preparaba con dedicación desde principios de diciembre, hasta que por fin llegaba el momento anhelado por los más pequeños de la casa: la llegada de Sus Majestades los Reyes Magos. Esa noche nos abrigaríamos hasta los ojitos y saldríamos a verlos pasar majestuosamente en sus carrozas, y en desesperado afán de ser vistos por tan grandes personajes, mis hermanos y yo, saltaríamos y agitaríamos nuestros bracitos nerviosamente para recibir los caramelos que lanzaban al aire sin un objetivo claro. Esa noche nos iríamos pronto a la cama, que no a dormir, porque los nervios estaban a flor de piel y no nos queríamos perder el momento en que aparecieran Sus Majestades a dejarnos el regalito que abandonaban a los pies de nuestra cama. Pero el sueño era muy traicionero, o esos bribones muy silenciosos, o muy mágicos, y no había forma de pillarles in fraganti. Y sin darnos cuenta el silencio se apoderaba de la noche y dormíamos plácidamente para despertar en la mañana con la huella del paso de la magia por nuestra habitación.
Entonces estallaba la emoción y la casa se llenaba de algarabía y había intercambio de besos, de abrazos y mis padres sonreían de satisfacción. Unos padres que con el transcurrir del tiempo pasaron de ser protectores y cuidadores, a ser vulnerables, necesitados de cuidados y de protección. Más frescos en mi memoria están esos años en los que me convertí en la mamita de mi mamá, cuando mi padre fue reclamado repentinamente desde la eternidad y nos vino a visitar un alemán, de nombre extraño, para quedarse y acabar con los recuerdos y algunas cositas más.
El 5 de enero de 2014, nuestra carroza sería una ambulancia hacia el hospital, las luces de la sirena alumbrarían la noche mágica, la reunión de los hermanos, ya algo más crecidos, alrededor de una camilla de urgencias, esperando el último de los regalos. Mamá se nos marchaba. Besos, abrazos, lágrimas, en esa madrugada de despedida. Los regalos quedaron envueltos en nuestras casas, era su cumpleaños, pero ella recibió el mejor de los regalos, un viaje a la eternidad donde el sufrimiento desaparece, donde las lágrimas no existen, ni la enfermedad duele y donde la muerte ha sido vencida.
Papá, mamá, os recuerdo, estáis en mi corazón y en mis pensamientos. Ahora los regalos en esta fecha tienen un dulce sabor amargo, pero vosotros seguís siendo mi mejor regalo. ¡Os quiero tanto…!
Jesús dijo: No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros… porque yo vivo, vosotros también viviréis. (Juan. 14:18-19)
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