Tú siempre eres más de lo que podamos imaginar.
Querido Jesús:
Siempre es necesario preguntar quién eres y la Navidad parece que nos lo facilita, aunque tu venida a este mundo aparezca llena de perplejidades:
No tuviste un linaje inmaculado. En tu historia familiar hay dos prostitutas y un adúltero.
Naciste de una manera sospechosa, “de padre desconocido” se diría, humanamente hablando. Aunque eso será leído luego, desde la fe cristiana y la palabra revelada, como nacimiento virginal por obra del Espíritu.
Viniste al mundo en un establo porque no hubo para ti otro lugar. Se acercaron a reconocerte pastores, que no son esas figuritas de nuestros belenes, sino una de las profesiones más despreciadas en la época que tú naciste en este mundo. Y, por otro lado, magos, extranjeros y paganos con un oficio rechazado por tu pueblo, pero consideradas personas de gran prestigio y honor en otras partes del mundo.
De tu padre José aprendiste a ser trabajador y honrado y amante de la justicia. De tu madre María aprendiste el cuidado y la ternura, y a alegrarte en el Dios de los pobres. De tu gran amigo Juan aprendiste austeridad y también a ser profeta y contar las verdades que pocos quieren escuchar1. Aprendiste a ser un hombre de tu pueblo, buen judío, respetuoso con la Ley, conocedor de la Escritura y practicante de la oración.
Daba gusto verte ante tu Dios. Muchas veces en silencio, retirado. Otras veces con la gente. "Llamemos a Dios "Padre", decías, "porque es bueno con los pequeños", y por eso tú también sentiste predilección por los pobres y débiles, por las mujeres y los niños, por los pecadores despreciados y por los extranjeros marginados. Así era Dios para ti, no como el dios de los sacerdotes del templo que exigían sacrificios, bueyes y ovejas, ni como los dioses de los romanos, que daban miedo y asustaban con rayos y truenos, dioses, por cierto, que siguen existiendo hoy, con armas y ejércitos, opresión y represión2. En ese Dios confiabas y en ese Dios descansabas.
Viviste la mayor parte de tu vida en pueblos pequeños y perdidos de la Galilea de los gentiles, al lado de gentes que, de acuerdo con la religión oficial, eran marginadas, olvidadas, maltratadas y malditas. Siempre te pusiste del lado de ellos, los más desfavorecidos, los pobres y los abatidos, acogiendo, aliviando, sanando y trayendo esperanza en medio de un mundo injusto, cruel e indiferente, del que poco o nada podían esperar.
Te diste a conocer colocándote en la fila de los pecadores (aunque tú nunca lo fuiste), para ser bautizado por Juan, identificándote con las necesidades de cambio de los tuyos y acompañándoles en el camino. También impresionaba tu serenidad cuando las cosas se ponían difíciles: Las persecuciones, Getsemaní, la cruz. A Dios le dejabas ser Dios. Nunca lo manipulaste para tenerlo a tu favor. Le fuiste fiel sin desviarte del camino, siempre servicial, entregado a los débiles en un mundo que persigue, difama y da muerte a los que se dedican a esa causa.
A nosotros nos anunciaste una buena noticia: que el reino se acerca y que Dios siempre sostiene y defiende. Nos pediste que fuéramos como "niños", pero no "infantiles". Nos pediste orar y cantar y dirigirte alabanza y adoración sí pero, sobre todo, hacer la voluntad del Padre Celestial buscando su reino y su justicia. Nos invitaste a imitar tu vida y camino con palabras contundentes: "Sígueme". Los que te conocieron descubrieron en ti al verdadero Dios, pero también al verdadero hombre, cabal, misericordioso con los débiles y comprensivo, pues tú también pasaste por la debilidad de las situaciones límite de la vida, por eso nunca te avergonzaste de llamarnos hermanos.
Al final, te esperaba el sufrimiento la cruz y la más humillante de las muertes conocidas. Los “representantes de Dios”, los sentados en la cátedra de Moisés te declararon un peligro para su religión. Y los gobernantes de la civilización de la paz romana, te condenaron como un terrorista. Pensándolo bien, resulta paradójico que siendo igual a Dios no estimaras ser igual a Dios como cosa a qué aferrarte. Porque con ese modo de nacer, vivir y morir, te arriesgaste a no ser reconocido; a ser colocado bajo sospecha y rechazado por ser “demasiado” como nosotros somos; por haberte hecho hombre de un modo que nadie hubiera querido ser nunca.
Por eso, Jesús, recordándote una vez más en Navidad, nos siguen sorprendiendo y seduciendo las palabras de la Biblia cuando nos dices: “Y aquel Verbo fue hecho carne y habito entre nosotros (y vimos su gloria. Gloria como del Unigénito del Padre) lleno de gracia y de verdad… A Dios nadie le ha visto jamás, el unigénito Hijo que está a la diestra del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1:14, 18).
Querido Jesús, así fuiste, pero no sé si nos interesa mucho que así fueras. Algunos grupos y sectas te presentan como milagrero con mucho canto y poco compromiso, a su medida y a su servicio. Otros, te ofertan como una imagen muda en un retablo, que tiene boca pero no habla, oídos pero no oye y ojos pero no ve. Señor, ante ti que nos conoces bien, hemos de reconocer que nos da un poco de miedo que te acerques como realmente eres, porque rompes esquemas, nos superas y sorprendes. Tú siempre eres más de lo que podamos imaginar. Y, sin embargo, eso es lo que celebramos hoy aquí en la Iglesia, y lo hacemos con sinceridad, aunque somos conscientes de nuestras limitaciones. Celebramos que, siendo un Dios creador, eterno, trascendente e incomprensible, te hayas hecho hombre participando de nuestra condición para librarnos del pecado y de la muerte.
Enséñanos, Jesús, a saber vivir como tú lo hiciste; a querer ser como tú fuiste, de manera que podamos contribuir a traer la verdadera paz, justicia, reconciliación y fraternidad a un mundo convulso y desorientado que en Navidad te celebra sin conocerte y se alegra sin ni siquiera mirarte. Y ojalá comencemos esta tarea por nosotros mismos, en nuestras iglesias y en nuestras familias, aprendiendo a ser más misericordiosos y solidarios con todos los necesitados: Los pobres, los que lloran, los que sufren y todos los que se sienten abatidos en este mundo que tan poco da de amar.
Ojalá en el ambiente de estos días aprendamos a compartir comprensión, perdón, compasión y acogida, para que sanen las heridas y abunde la verdadera alegría. Así, celebraremos la Navidad como Dios manda, o sea, como tú quieres. Nos alegramos Jesús, como nunca, de que hayas venido y nos llena de esperanza, de gozo, reconocimiento y adoración que en ti y contigo, Dios está con nosotros.
Notas
1 Jon Sobrino. “Carta navideña a nuestro hermano Jesús”. Adital. 2015. 1
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