Esta es la gran maravilla de la obra de Dios por medio de vidas que no aparentan grandeza ni poder. Sin ser fuertes, la fortaleza de Dios se manifiesta en ellos.
Jesús es la luz. Cuando vino al mundo, el mundo no lo reconoció. ¿Por qué? Porque estaba cegado por el príncipe de este mundo. Jesús vino como hombre. No todos los que le vieron reconocieron la luz que estaba en él. Solo vieron al vaso de barro que contenía la luz.
Jim Elliot entendió el mensaje de Jesús. Dijo que uno no es un necio por dar lo que no puede retener para obtener aquello que no puede perder. Sabía que recibir la vida de Jesús significaba morir al yo.
Él murió al yo tanto espiritualmente como físicamente. Decidió que seguir a Jesús valía más que ganar cualquier cosa en este mundo. Por amor a Jesús, llevó el mensaje del evangelio a un grupo de personas cegadas a la luz de Cristo.
Cuando los que Jim Elliot quería iluminar con la luz de Cristo, le vieron, percibieron a un enemigo, un peligro, un vaso de barro que había que eliminar. Lo mataron. Sin embargo, la luz de Cristo siguió brillando.
Elizabeth, la mujer de Jim, no renunció a la labor de llevar el mensaje de la luz de Cristo a la tribu que mató a su marido. Por medio de ella, el Espíritu Santo quitó el velo que cubría sus ojos. Vieron la luz y abrazaron la vida en Cristo Jesús.
Jim dio su vida, algo que no podía retener, para ganar a otros para Cristo, algo que no podía perder. Esta es la gran maravilla de la obra de Dios por medio de vidas que no aparentan grandeza ni poder. Sin ser fuertes, la fortaleza de Dios se manifiesta en ellos.
El pastor Imeldo es un ejemplo de nuestro tiempo que refleja esa misma luz en vasos de barro. Para muchos Mexicanos, el deseo de su vida es poder llegar a vivir en Estados Unidos y tener un buen sueldo y vivir cómodamente. El pastor Imeldo no tenía los mismos valores. Murió al privilegio que tenía – vivir en Estados Unidos – por poder llevar la luz de Cristo a un pueblo que no lo veía.
Se fue a vivir a San Andrés Yaá, un pueblo en la cordillera de Oaxaca, México. En un principio fue recibido bien por su familia y amigos, y pudo establecer una iglesia allí. Sin embargo, no tardaron en llegar los problemas.
La iglesia creció de tal manera que no cabían en una casa cuando se reunían. Así que construyó un pequeño edificio donde se pudieran reunir. Un día mientras estaba presentando a un niño a Dios en la iglesia, las autoridades le llamaron desde fuera con altavoces y le llevaron a la comisaría.
No había pedido permiso para recibir a cristianos de fuera del pueblo en la iglesia. Le multaron con una suma que no podía pagar. Las autoridades le ofrecieron perdonar la multa a cambio de su renuncia al evangelio.
El pastor Imeldo no podía renunciar a la luz de Cristo que vivía en él. Se negó a hacerlo. Las autoridades y la junta del pueblo, expulsaron al pastor y a su familia del pueblo. Lleva dos años fuera del pueblo y está luchando por recuperar legalmente lo que le expropiaron injustamente.
No es tanto por recuperar lo que es suyo como por poder seguir siendo luz en un vaso de barro ante los que no pueden ver la luz por la ceguera que tienen. Ama a los que le odian tal como Jesús nos amó a nosotros (Romanos 5:8).
El apóstol Pablo dijo que siempre llevaba en su cuerpo la muerte de Cristo. Es decir, que a todos los lugares que iba para predicar el mensaje de Jesús, lo hacía con sufrimiento. Sin embargo, su sufrimiento siempre iba acompañado del consuelo de Dios en su vida.
Por un lado, tenía el consuelo de la presencia del Espíritu Santo y el apoyo de la oración de los cristianos. Por otro lado tenía la convicción de que lo que hacía tenía valor eterno. Los que llegaban a conocer a Cristo por medio de su testimonio recibían la vida eterna que él tenía.
Ese sufrimiento que él padecía al predicar a Cristo duraba tan poco en comparación con la eternidad que palidecía en comparación. De hecho decía que ese padecimiento estaba produciendo un eterno peso de gloria en él.
Él había aprendido algo. Podía concentrarse en el dolor del sufrimiento o concentrarse en la gloria eterna. Escogió lo segundo. Poner su mirada en las cosas que van a durar para siempre. En palabras de Jim Elliot, aprendió a perder las cosas que no podía retener para recibir las cosas que no podía perder.
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