Fue la entrañable y de corazón misericordia y compasión de Dios lo que objetivó el milagro de la encarnación que se anuncia en el tiempo de Adviento.
En Adviento, sobre todo en este de 2020, la ternura del Señor nos reconforta. La pandemia de Covid-19 ha contribuido para redescubrir la fragilidad humana, debilitar la seguridad y hacer crecer la angustia por todo el orbe. En estas circunstancias reflexionemos en la encarnación de Jesús como un acto amoroso de Dios, la manifestación de la misericordia y compasión por la humanidad lacerada y desesperanzada. La identificación plena con la condición de los seres humanos hizo necesario, e imprescindible, que Jesús el Cristo se acuerpara en la fragilidad de un bebé nacido en circunstancias de marginación y desamparo.
El Evangelio de Lucas capítulo 1, versículos 67 al 79, contiene el canto de Zacarías sobre el ministerio de su hijo Juan, el Bautista, quien anunciará a su pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados. Este acto salvífico es motivado por la iniciativa de Dios a favor de la humanidad. Lucas lo resume así: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará desde lo alto un amanecer que ilumina a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte, que endereza nuestros pasos por un camino de paz” (vv. 78-79, Biblia del Peregrino América Latina).
En la historia de la salvación que narra el Antiguo Testamento, Dios había mostrado continua misericordia, lo que implicaba identificarse profundamente (de corazón) con la miseria del género humano representado por Israel. Por lo tanto la respuesta por parte de los favorecidos tendría que ser en los mismos términos, y no con el legalismo inmisericorde que se fue imponiendo en las relaciones personales y sociales. Bien lo dejó plasmado el profeta Oseas, “porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos” (6:6, Reina-Valera 1960). Fue esta misma porción veterotestamentaria la que Jesús citó a los fariseos que le criticaban por sentarse a compartir la mesa con personas consideradas por ellos impuras (Mateo 9:10-13).
Los términos griegos que se traducen como misericordia o compasión en distintos pasajes del Nuevo Testamento son “éleos [que] designa más bien el hecho de enternecerse o conmoverse en cuanto sentimiento, oiktirmós (sobre todo el vocablo primitivo oîktos), la exteriorización de la compasión ante el infortunio del otro, y splánchna ante todo el lugar en que se experimenta este sentimiento, como quien dice, el corazón” (Lothar Coenen, Erich Beyreuther y Hans Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, vol. III, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1983, p. 99). La rica gama de significados de los términos anteriores se concentra en los sentimientos/acciones de Jesús frente a diversas situaciones que laceraban a personas y colectivos, por lo que se identificaba con los dolientes y actuaba para sanar sus heridas existenciales y físicas.
El sufrimiento humano conmovía a Cristo Jesús, lo cimbraba en todo su ser, de tal manera que solamente a él y a Dios se les describe como capaces de externar una emoción que en griego es un verbo “que aparece doce veces en el Evangelio […] Dicha expresión es: ‘sentir compasión’. El verbo griego esplanjnizomai nos revela el profundo e intenso significado de esta expresión. El esplanjna son las entrañas o, como suele decirse, las tripas. Es decir, el lugar donde se localizan nuestras más íntimas e intensas emociones, porque son el centro del que parecen brotar tanto el amor como el odio apasionados. Cuando el Evangelio habla de la [misericordia o] compasión de Jesús, en el sentido de que se le conmovían las entrañas, está expresando algo muy profundo y misterioso” (Donald P. McNeill, Douglas A. Morrison y Henri J. M. Nouwen, Compasión: reflexión sobre la vida cristiana, Editorial Sal Terrae, Santander, 1985, p. 31).
En Mateo 9:35-36 se describe el recorrido de Jesús por pueblos y aldeas, donde enseñaba el Evangelio del Reino, a la vez que “curaba toda clase de enfermedades y dolencias” (versículo 35, La Palabra). El desamparo de la gente, su castigante vida cotidiana provocó que Jesús “al ver a las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban agobiadas y desamparadas, como ovejas sin pastor” (versículo 36, NVI). La imagen de ovejas sin pastor es desgarradora, ya que sin quién las guiara, proveyera de cuidados y alimento ellas eran presas fáciles de los depredadores siempre listos para el festín.
Fue la entrañable y de corazón misericordia/compasión de Dios lo que objetivó el milagro de la encarnación que se anuncia en el tiempo de Adviento. Se acabó la prolongada noche, canta Zacarías, y se abre paso el amanecer que “ilumina a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte”. Estas palabras son una evocación del Salmo 23, particularmente donde David confiesa la seguridad que le infunde el espíritu de Dios en las más terribles circunstancias: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento” (versículo 4, Reina-Valera 1960). A semejanza de la visión del profeta Ezequiel en el valle de los huesos secos en los que reinaba la desolación y se enseñoreaba la muerte, pero que por la acción de Dios se inundaron de vida, así también por el Verbo máximo que es Jesucristo, desde la ternura del pesebre se nos da esperanza de vida: “¡Huesos secos, escuchen la palabra del Señor! Así dice el Señor omnipotente a estos huesos: ‘Yo les daré aliento de vida, y ustedes volverán a vivir. Les pondré tendones, haré que les salga carne, y los cubriré de piel; les daré aliento de vida, y así revivirán. Entonces sabrán que yo soy el Señor’” (Ezequiel 37:4-6, NVI).
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La modélica misericordia/compasión de Jesús como Verbo humanado, leemos en Lucas 1:79, es para “endereza[r] nuestros pasos por un camino de paz”. La encarnación desde la vulnerabilidad del niño yacido en el pesebre nos hace un llamado para dejar los caminos violentos y construir veredas de paz. Es una convocatoria insólita en un mundo que idolatra la violencia. Igual de insólita, inaudita y sorprendente fue la proclama mesiánica de Isaías, cuando con ternura anunció al pueblo el final de su opresión, lo hizo mediante imágenes transformadoras del orden “natural” de las cosas: “Preparen en el desierto un camino para el Señor; enderecen en la estepa un sendero para nuestro Dios. Que se levanten todos los valles, y se allanen todos los montes y colinas; que el terreno escabroso se nivele y se alisen las quebradas. Entonces se revelará la gloria del Señor, y la verá toda la humanidad. El Señor mismo lo ha dicho” (Isaías 40:3-5, NVI). Así también Jesús, en la encarnación, trastocó la normalidad de las tinieblas con la luz que comenzó a irradiar en el establo de una aldea en los confines del Imperio romano. La salvación llegaba desde la periferia, no desde el centro del poder, mediante la ternura encarnada y como antítesis del dominio opresor.
En el Adviento la debilidad humana encuentra el renacimiento de la vida, la luz se acrecienta y eclipsa el poder de las tinieblas. La conspiración de la entrañable misericordia de Dios nos invita para enderezar nuestros torcidos caminos y así colaborar en su proyecto de construir una nueva humanidad modelada en la encarnación de Jesús.
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