Ni el miedo a la muerte por coronavirus ni el temor a los hombres deben gobernar nuestra vida ni nuestra actuación.
“En Jehová he confiado; ¿cómo decís a mi alma que escape al monte cual ave? […]. Si fueren destruidos los fundamentos, ¿qué ha de hacer el justo?” (Salmo 11:1, 3)
Las cosas que están pasando en el mundo y en nuestro país en estos últimos tiempos no son nada alentadoras desde un punto de vista meramente humano. Pareciera que cada catástrofe “natural” y cada embate de pandemia es más fuerte que los anteriores. Si a esto añadimos los cambios que está habiendo en la esfera de la política, con esas nuevas leyes que parecen encaminadas a alejarnos todavía más de Dios y de su Palabra y hacer aún más difícil nuestra vida y nuestro testimonio cristianos, podríamos preguntarnos: “¿Dónde está Dios en todo esto?”.
Pues Dios… nuestro Dios… el único Dios verdadero1, el Creador de todo lo que existe, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, está ahí, llevando a cabo su propósito eterno en Cristo Jesús, cuyo cumplimiento ha sido ya certificado y sellado con la sangre de su Hijo en la cruz del Calvario2.
Dos cosas han de pasar antes de la apoteosis del reino de Dios. La primera es que la generación última de Israel ha de reconocer por fin a Jesús como su Mesías y ser salva3, y todas las naciones del mundo han de hacerse discípulos de Jesús4. Esto no quiere decir que todas esas naciones vayan a creer o a ser salvas en la totalidad de sus individuos, sino que de todas ellas habrá discípulos de Jesús en el reino de Dios5.
El segundo suceso que anuncia la Palabra de Dios es que el “misterio de la iniquidad” alcanzará su clímax “en el hombre de pecado, el hijo de perdición […] cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden”6. Pero aun detrás de esto está Dios y en todo ello se cumple el plan de Dios7 (como sucede siempre con los juicios que Él manda sobre la tierra y sobre la humanidad8 por causa de la rebelión del hombre9 y con vistas a que nos arrepintamos10).
La pandemia del coronavirus ha acelerado este segundo aspecto de lo que ha de pasar, y la rebelión del hombre contra Dios y contra su Cristo en el mundo se ha recrudecido y se manifiesta abiertamente, y sin rubor alguno, en muchos países, por medio de leyes contrarias a la Palabra de Dios o por la conducta arrogante e ignominiosa de sus dirigentes, que atentan contra todo lo que Dios ama, ha establecido o manda; ya sea el respeto a la vida humana11, a la inocencia de los niños12, al desempeño justo de la acción de gobierno13, el matrimonio14, la familia, etc., y para promover las cuales se utilizan métodos maquiavélicos basados en la máxima de que el fin justifica los medios. La pregunta es por qué la iglesia de Cristo no está aprovechando la ocasión para proclamar abierta y claramente al Dios verdadero y anunciar a bombo y platillo el evangelio de su Hijo, única arma a la que teme Satanás15.
La respuesta quizá sea que tenemos tanto miedo de la COVID-19 como el mundo, o que nos hemos enredado tanto con este último mediante acuerdos que responden solo intereses espurios que ahora nos resulta muy difícil jugárnoslo todo a la carta del Señor y del testimonio cristiano. ¡Pero hemos de saber que en ello nos va la vida! Si la Iglesia no da la voz de alarma y convoca a las naciones y sus gobiernos para que miren a Dios16 ─cuya inexistencia parecen haber asumido ya o al que evidentemente dan por muerto─, no solo estará privando al mundo de la luz que requiere para su salvación17, sino que como atalaya irresponsable será culpada por ello. Como advirtió Dios a su profeta Ezequiel: “Cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; y tú no le amonestares ni le hablares, para que el impío se arrepienta de su mal camino a fin de que viva, el impío morirá por su maldad, pero su sangre demandaré de tu mano”.18
Los fundamentos de esta sociedad, de esta civilización… los fundamentos que sostienen el mundo, están siendo sacudidos ─socavados, podríamos decir─ y amenazan ruina. Son los fundamentos de la verdad y la justicia, de la sujeción a la legalidad y del respeto por las reglas del juego: por ese “contrato social” que nos hemos dado y que tal vez sea lo mejor en materia de convivencia que pueda producir el ser humano por sus propios medios en este mundo caído. Dicho “contrato social”, que es la democracia, se está viendo asaltado desde todas las direcciones por vándalos que ni temen a Dios ni respetan a hombre19. Pero es Dios quien, en última instancia, está removiendo “las cosas movibles, como cosas hechas, para que queden las inconmovibles”20, las cuales son los cimientos de la ciudad que Él está construyendo y que permanecerá para siempre21. Se trata, en otras palabras, del establecimiento del reino de Dios22, la Jerusalén celestial de la cual se han dicho “cosas gloriosas”23 y cuyo cimiento está en el monte santo donde reina Jesucristo como Rey24.
Si lo miramos desde la perspectiva de Dios, las cosas no son tan terribles para la iglesia de Cristo, ya que “todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda la salvará”25. Así que ni el miedo a la muerte por coronavirus ni el temor a los hombres deben gobernar nuestra vida ni nuestra actuación26. En cuanto a lo que puedan estar tramando los hombres corruptos de entendimiento ─como en el caso de Lutero─, “Dios es nuestro amparo y fortaleza” y “del río [¿del Espíritu?] sus corrientes alegran la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo. Dios está en medio de ella, no será conmovida. Dios la ayudará al clarear la mañana [¿de la venida del Señor?]”27.
No se trata, pues, de triunfalismo, sino de fe. Y no necesitamos una gran fe en Dios para esta situación28, sino “fe en un gran Dios”, como alguien ha dicho. Lo que ha de hacer el justo cuando los fundamentos de este mundo se desmoronan, es esperar “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”29, apresurándose “para la venida del día de Dios”30, y no “huir al monte cual ave” sino confiar en Dios31. Es hora de actuar con todo nuestro empeño y no dejarnos seducir con lisonjas por el hombre de pecado32. La actitud de los que creemos en Jesús debe ser la que señaló nuestro Señor: “Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca”33.
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