¿Bienaventurados los pobres? La revolución pendiente

Mt. 5:2; Lucas 4:18-19 – “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos… El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor”.

A finales del siglo diecinueve, Juan Pío Acosta vivía en la frontera uruguaya con el Brasil. Su trabajo le obligaba a ir y venir de pueblo en pueblo a través de aquellas soledades. Viajaba en un carro de caballos, junto a ocho pasajeros de primera, de segunda y de tercera. Juan Pío compraba siempre el pasaje de tercera, que era el más barato. Nunca entendió por qué había precios diferentes. Todos viajaban igual, los que pagaban más y los que pagaban menos. Nunca entendió por qué, hasta que un mal día de invierno el carro se atascó en el barro. Y entonces, el mayoral mandó:

¡Los de primera se quedan arriba!

¡Los de segunda se bajan!

Los de tercera… ¡A empujar!¹

Los de tercera, siempre, cuando llega el invierno ¡A empujar el carro!

Los de primera no bajan del carro, ni tocan el barro, ni se ensucian, ni les importa quienes tiren de él, con tal de que esté siempre en movimiento sin contratiempos, ni interrupciones para su propio beneficio. Y esto por una razón muy sencilla: El poder y el dinero no tienen amigos. Deifican la condición humana reconstruyendo las relaciones interpersonales en clave de sumisión.

A quien se le ocurre tocar un tema como este, denunciando las estructuras de injusticia y pecado de este mundo, se le etiqueta como idealista, anacrónico, progre o revolucionario. Nada nuevo. Como decía el teólogo Hélder Cámara: “Si doy de comer a un pobre me llaman santo. Cuando pregunto por qué son pobres me llaman comunista”. Sin embargo, la denuncia no es un puro desahogo subjetivo. No nace de una visceral emoción momentánea, sino de la necesidad de dar cuenta de la realidad. Sobre la verdad de la realidad se puede edificar algo como sobre roca firme. Sin esclarecerla, en cambio, no es posible transformar, ni renovar nada en absoluto. ² Pongamos un ejemplo.

En el mes de enero de 2010, un terrible terremoto segó las vidas de más de trescientas mil personas en Haití, dejando sin hogar a centenares de miles y sumergiendo al país en la más pura ruina, con una de las economías más pobres del mundo. La mayoría de los fallecidos vivían en zonas pobres de núcleos urbanos, con casas autoconstruidas que se vinieron abajo por millares tras el temblor de tierra. Las catástrofes naturales son imprevisibles y aparecen de manera inesperada, produciendo grandes dramas humanos. Pero hay mucho más que eso en esta dramática historia.

Algunos años antes del terremoto, el gobierno de una de las naciones más poderosas de la tierra, convenció al de Puerto Príncipe, la capital de Haití, para que bajara las barreras arancelarias que protegían el arroz nacional, permitiendo así que otros países pudieran vender el suyo. Las tarifas debían bajar del 35% al 3%. Era la condición para recibir un préstamo de 24.6 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional. Inmediatamente, el grano haitiano se sustituyó en los mercados por el arroz de otros lugares, ya que resultaba más barato gracias a los subsidios que protegían a sus productos agrícolas. Los agricultores haitianos se quedaron sin casi nada que cultivar y se mudaron a la capital para engrosar los barrios más humildes viviendo en casas modestas construidas por ellos mismos. ³ Las mismas que se vinieron abajo por el temblor de tierra que arrasó sus vidas. Los de tercera, siempre, cuando llega el invierno, a tirar del carro al precio más alto posible.

Ninguna autoridad puede hacer que todo esté permitido, porque la injusticia, el saqueo y la explotación de los últimos no son tan invisibles, y Cristo murió, entre otras razones, para que se sepa que no todo está permitido. Pero no cualquier Cristo. El que resulta definitivamente irrecuperable para el acomodo y el oportunismo es sólo y exclusivamente el Jesús de los evangelios. Porque, el Jesús interpretado a partir de su vida, muerte y resurrección, con toda la carga de radicalidad evangélica que plantea, constituye lo no negociable del cristianismo.

El cristianismo vive emplazado en la inexcusable tarea de renunciar a pactar con aquello que en este mundo se quiere imponer como inevitable, para convertirse en agente vivificador, transformador y renovador del presente, en medio de los desgarros, las injusticias y las turbulencias históricas existentes hoy en la realidad que nos rodea. Por eso, la iglesia ha de pensarse, interpretarse y vivirse desde el camino, y no desde los despachos de los teólogos.

Es problema fundamental de la iglesia encarnarse adecuadamente, estar en el lugar que debe estar y actuar como debe hacerlo. Pero conviene saber a ciencia cierta que en este mundo se toleran y se aceptan obras de misericordia, pero no se tolera una iglesia configurada por el principio-misericordia, que lleva a denunciar a los salteadores que producen víctimas, y a desenmascarar la mentira y la hipocresía con que se encubren la opresión y la injusticia .En otras palabras, los salteadores del mundo anti-misericordia toleran que se curen heridas, pero no que se sane de verdad al herido y que se luche para que no vuelva a caer en sus manos.

Frente a un mundo como éste, necesitamos una nueva conciencia de lo que significa ser Iglesia: En pobreza y sin poder, en humildad y sin arrogancia, con espíritu profético no en silencio, y no aisladamente, ⁴ es decir, tomando conciencia de que, por la gracia de Dios, somos la comunidad del reino que, desde el Espíritu, ha sido llamada a actuar y decir hoy aquí y ahora.

Notas

1 Eduardo Galeano. Los Hijos de los días. Siglo XXI. Madrid. 2012. 68

2 Eduardo Delás. ¿Bienaventurados los pobres? La revolución pendiente. Autoedición. 2012. 19

3 Pau Farrás. ¿Por qué Haití? Cristianisme y Justicia. 2020. 5-6

4 Jon Sobrino. Américas Latina. El evangelio de Jesús frente a la lógica del capital y de los imperios. Nueva Utopía. Madrid. 2011. 66