El concepto de eternidad es ajeno a nuestra propia naturaleza material finita, de ahí la dificultad de entenderlo completamente.
La comparación entre la idea de “tiempo” y la de “eternidad” constituye uno de los problemas más difíciles de resolver para la teología, la filosofía y la ciencia. Quizás, precisamente porque el conocimiento humano está limitado al tiempo y al espacio. El concepto de eternidad es ajeno a nuestra propia naturaleza material finita, de ahí la dificultad de entenderlo completamente. No obstante, la Biblia habla con un lenguaje popular y sencillo acerca de la eternidad de Dios, afirmando que su existencia es “desde el siglo y hasta el siglo” (Sal. 90:2); que “permanecerá para siempre” y que su memoria es “de generación en generación” (Sal. 102:12). En el libro de Eclesiastés, se dice que Dios “ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin” (Ec. 3:11). Y, en el Nuevo Testamento, se afirma también que “para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (2 P. 3:8).
Estas expresiones pretenden mostrar que la eternidad de Dios trasciende todas las limitaciones temporales humanas; que su infinidad es tal que puede prolongarse hacia al pasado lo mismo que hacia el futuro. De manera que, a pesar de que la divinidad llena el tiempo y se halla presente en cada parte de él, no está limitada al mismo pues lo trasciende. Entre la eternidad (o el no-tiempo) y el tiempo existe pues un contraste fundamental. Si nuestra existencia humana suele dividirse en pasado, presente y futuro, la de Dios sin embargo no puede someterse a semejante división. La eternidad del “Yo soy el que soy” (Ex. 3:14) se eleva por encima del tiempo creado, superando todas sus limitaciones, todas las sucesiones de momentos, en un indivisible presente. Agustín de Hipona escribió ya en el siglo V d.C. que el tiempo sólo existe dentro del universo creado pero como Dios está fuera del tiempo, para él sólo habría un continuo presente.
En matemáticas, puede también mantenerse la idea de que los números, y las múltiples relaciones posibles entre ellos, existen como símbolos inmateriales con independencia del tiempo y, por tanto, podría decirse que son eternos. Esto conduciría a la eternidad de las ideas o de una mente universal eterna donde éstas existen. De la misma manera, la física cuántica ha puesto de manifiesto la necesidad que tienen las partículas subatómicas materiales de ser observadas por alguna mente inteligente para poder comportarse de una forma u otra. Lo cual indicaría que, al principio, fue necesaria dicha mente cósmica, atemporal y observadora de la materia naciente para crearla. La psicología, por su parte, reconoce la experiencia de tantas personas que han sufrido la muerte clínica y que, después de superarla volviendo a la vida, coinciden en referirse a la eternidad como de una existencia atemporal.
El gran físico, matemático y astrónomo inglés del siglo XVII, sir Isaac Newton, refiriéndose a Dios, escribió: “Él es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente; es decir, él permanece desde la eternidad hasta la eternidad; y él está presente desde el infinito hasta el infinito; él gobierna todas las cosas, y sabe todas las cosas que suceden o pueden suceder.”[1] Sin embargo, esta manifiesta fe en Dios que caracterizaba a Newton no se da en muchos de sus colegas modernos. Algunos se esfuerzan en proponer hipótesis que hagan innecesaria la creación del cosmos y, por tanto, la del creador. No obstante, hasta el presente, todos los datos aportados por la cosmología apuntan en la dirección de un comienzo de la materia, la energía, el espacio y el tiempo.
La Biblia enseña que Dios, como ser necesario, incausado e inmutable, tuvo el propósito eterno de crear el mundo y a los seres vivos. No hubo ningún cambio en él cuando ese propósito se materializó como un acto de su pura voluntad. Por tanto, la eternidad (el no haber tenido un origen o causa) es uno de sus atributos divinos sin los cuales Dios no sería Dios.
Notas
[1] Newton, I., 1687, Los Principios: Principios Matemáticos de la Filosofía Natural, 3ª edición (1726), trad. I. Bernard Cohen y Anne Whitman (1999), General Scholium, 941.
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