El necio suele creer que sabe lo suficiente, paradójicamente. El sabio solo sabe que lo que conoce es una ínfima parte de lo que debería.
Salomón, entre las muchas joyas que nos dejó para nuestra reflexión, puso delante de nosotros un capítulo extraordinario en su libro de Proverbios. Como toda otra parte de la Escritura, inspirada por Dios, evidentemente no tiene desperdicio. Lo interesante además de esto es, sin embargo, que desde el estilo que este gran sabio antiguo utiliza en ese capítulo, es la propia sabiduría la que nos habla, como si fuera un ente en sí misma, con capacidad para pensar, discernir y aconsejar.
En tiempos convulsos como los que vivimos, retomar el asunto de la sabiduría y procurar recalibrar qué significa ser sabio o necio resulta fundamental.
Nadie suele considerarse necio. Nuestra propia opinión sobre nosotros suele ser más bien elevada. Muchos no se considerarían sabios abiertamente tampoco. Pero en cualquiera de los casos, creo que estamos de acuerdo en que, conforme han ido pasando años y décadas, el concepto que nuestros abuelos y padres tenían sobre estas cosas no es el que tenemos nosotros, ni mucho menos el que tienen las nuevas generaciones. El necio suele creer que sabe lo suficiente, paradójicamente. El sabio solo sabe que lo que conoce es una ínfima parte de lo que debería. Y por tanto esto es una cuestión de grises en un continuo en el que no paramos de necesitar crecer.
Alcanzar sabiduría no es solo la tarea de toda una vida, o de tres. Tiene que ver con un don divino, traído directamente del cielo y aún con todo y tenerlo a disposición, demasiadas veces somos tan necios como para no pedirlo, o no siempre hacer uso de él, como le pasó a Salomón.
Su acierto fue total al pedir sabiduría. Es algo que muy poca gente hoy pediría. Sospecho que en estos momentos estaríamos más inclinados a pedir salud y, de no estar enfrentando esta batalla contra el coronavirus, pediríamos seguramente cosas materiales, estabilidad económica, o que se cumpliera el sueño de nuestra vida. Suele ser lo que, a la vista de nuestros hechos y actitudes, más nos interesa. Sin embargo dice el versículo 11 que la sabiduría es mejor que las piedras preciosas y que todo lo que se puede desear no es de compararse con ella.
Salomón, con todo y tener el regalo de Dios en la mano, porque Él se lo proporcionó y fue sin reservas, se encontró a menudo haciendo las cosas de forma poco sabia. Su camino no fue un crescendo, sino un decrescendo. Disponer, entonces, de sabiduría, no garantiza que siempre la usemos. Se encuentra ahí, delante de nosotros, da voces, como dice el proverbio, clama a gritos que se la atienda, porque en ello nos va la vida y porque, tal y como acaba el capítulo, quien la aborrece ama la muerte. Sin embargo, no siempre la usamos como podríamos y eso lo condiciona todo. Parecemos, más bien, huir de ella como de la peste, nos faltan la discreción y la cordura a las que la sabiduría llama. Los dichos excelentes de los que podríamos disfrutar, maravillarnos y beneficiarnos (vv. 6-9), quedan aparcados en la cuneta del hombre y la mujer modernos porque nos parecen demasiado anticuados e irrelevantes para nuestra compleja vida.
Sin embargo, cuanto más leo este capítulo, más relevante se me hace para lo que vivimos hoy, en medio de la pandemia. ¡Qué necesario se hace hoy aborrecer el mal, la soberbia y la arrogancia! ¡Cuánto poner límites a la boca perversa! ¡Qué diferentes serían los gobiernos y la impartición de justicia, de estar gobernados por sabiduría! Sin ella, no es posible que sean justos, ni que dominen con rectitud. Dios mismo, desde el inicio, actúa mediante ella, poniendo orden eternamente, desde antes del principio. Y es desde ella que podemos tener alguna posibilidad de gozo, solaz y descanso, aunque en un mundo caído como este, al sabio se le llama tonto y se le persigue y penaliza.
El principio de la sabiduría es el temor de Dios y, su conocimiento, la inteligencia. Esa es la mayor de las expresiones posibles de sabiduría. Vivimos en un mundo que no quiere conocerle, y nosotros mismos, como creyentes, tampoco le conocemos lo suficiente. Es evidente que esto nos pone a todos en posición de discípulos, porque ninguno hemos alcanzado ya lo que debemos ser. Pero proseguimos hacia la meta y nos recordamos la bienaventuranza de aquel que pone su oído para hacerse sabio, porque en esa dirección se encuentra la vida.
Por cierto, ahora que lo pienso, ¿no es vida, precisamente, lo que estamos buscando? Quien halla la sabiduría, encuentra la vida.
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