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Una comunidad que ve con ojos nuevos

La iglesia es llamada y enviada para cumplir el propósito redentor de Dios; llamada para restaurar.

MUY PERSONAL AUTOR 8/Jacqueline_Alencar 01 DE NOVIEMBRE DE 2020 14:00 h
Foto de José Amador Martín.

Pensaba en estos días en ese método misionero encarnacional del que tanto hablaba Juan Mackay. Él mismo lo llevó a la práctica en América Latina, sobre todo en los años que pasó en el Perú donde aparte de su ministerio se adentró en diversas realidades de este país, siempre desde una perspectiva evangélica, dejando huella hasta hoy. Así como Dios mismo se encarnó en este mundo para convivir con él durante un tiempo. De tal forma amó al mundo que no escatimó en medios, dando a su mismísimo Hijo, para que todos tuvieran la oportunidad de ser salvos. Ya conocemos en detalle ese su paso como un forastero cualquiera. Y dejó huella, y es la que debemos seguir, pues él es el misionero por excelencia.



Apenas unas líneas pues no soy experta en estos temas, nada más observo mi realidad. Y esto me hace pensar en que la iglesia existe para la misión y si no es así no será iglesia. Si leemos la Biblia de principio a fin, allí está la misión de Dios, pues como señala Samuel Escobar” “La misión existe porque Dios es un Dios misionero que envía a su pueblo para que sea bendición a toda la humanidad. Hay un lado humano de la misión que se percibe en el movimiento de personas en la recolección de fondos, en el desarrollo de organizaciones misioneras, en la plantación de nuevas iglesias… sin embargo, la misión empieza en el corazón de Dios, y es su iniciativa a la cual los seres humanos respondemos. Los cristianos debemos siempre llevar a cabo la misión en actitud de humildad y dependencia de Dios. Cuando las dimensiones humanas de la tarea misionera se engrandecen y se vuelven lo determinante en la forma de llevar a cabo la misión, esta pasa a ser una actividad humana sin poder redentor” (“Cómo comprender la misión”; Certeza Unida, Buenos Aires, 2007).



No sé si entiendo bien, pero dice que es para el bien de toda la humanidad, es decir, que nos deben importar todas las realidades y contextos del mundo. Y es ahí donde veo a la iglesia, formada por cada uno de nosotros, los que nos llamamos pueblo de Dios. Importándole todo lo que está a su alrededor, su barrio, la cultura, la juventud urbana, los solos, los desamparados. Es llamada y enviada para cumplir el propósito redentor de Dios; llamada para restaurar. Debe salir y aprender el idioma del lugar donde está inserta, lo que se hace, lo que se come, compra, vende, para poder elaborar un mensaje tal como hizo Pablo en Atenas cuando habla en el Areópago sobre ese Dios desconocido, para así poder hablar del Dios mismo creador de todo, el que es sobre todas las cosas. Porque la misión de la iglesia es ser una comunidad misionera para vivir en las fronteras de la vida en todas las sociedades y en todas las épocas de la historia. Los cristianos somos llamados para hacer conocer el Evangelio en todas las naciones y para vivir ese evangelio en todas las esferas de la vida humana. 



Para ello debe salir de la comodidad e ir fuera de sus fronteras, rumbo a lo desconocido. La Iglesia debe aventurarse a ver las cosas sencillas, pues si el espíritu de Dios está en acción, no solo se revela en formas espectaculares, sino también a través de hechos y personas sencillas, y que a través de ellas cumple su propósito de bendecir a toda la humanidad. Incluso a través de cosas que suceden fuera de nuestros muros, porque la palabra de la promesa sigue cumpliéndose hoy y lo será así mañana y por los siglos.



La iglesia deberá escuchar lo que Dios le está diciendo, pero como ciudadana de un lugar, de un país, con sus preguntas, sus necesidades, su búsqueda de una voz autorizada que sacie sus ansias de llenar los espacios vacíos. Para eso tiene que tener sus puertas abiertas sin condiciones para que todo aquel que quiera entrar lo haga en completa libertad.  



La iglesia deberá emular al misionero por excelencia, que es Jesús, quien no tuvo miedo de la dinamicidad, de salir, ensuciarse los pies con el polvo de los pueblos y aldeas, sino que los recorría “enseñando en las sinagogas, anunciando la buenas nuevas del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia”. Le importaba la realidad, lo que pasaba con el pueblo, que tenía necesidades, y él les prestó atención, los miró compasivamente; se dio cuenta que eran seres humanos con sentimientos, conflictos, alegrías, sed y hambre de justicia. Estaban solas, pues el sistema secular y religioso los había excluido del estado de bienestar. Se da cuenta que había una urgencia misional y que había que preparar un equipo y se necesitaba orar y clamar. Pero, repito, además de enseñar y predicar, alimentaba, sanaba… Con su quehacer lograba transformar a las personas en todos los aspectos de su vida, de forma integral. Todos los que estábamos marginados y apartados, en la miseria, al oír a Jesús recuperamos la dignidad, nos vestimos con ropa nueva, somos otro hombre para formar parte de esa nueva comunidad, que es tal que hace que todos se paren admirados. Cuando Jesús sanaba a las personas, luego las vemos totalmente nuevas, alegres, cambiadas, restauradas en cuerpo y espíritu. Se vuelven ejemplo, y de seguro cambiarán la realidad donde se encuentran. Así tiene que ser, no debemos ver a personas heridas, dolidas, en medio de esa nueva comunidad. No tendría sentido.



Por eso a mi modesto entender, pensaría que esa comunidad que ha sido transformada por el poder de Evangelio, ese evangelio capaz de cambiar todas las estructuras existentes, es el redescubrimiento de la dimensión integral de la enseñanza bíblica. Porque en esa comunidad se tendrá la marca diferencial que es un carácter modelado por Jesús, entonces, solo entonces, veremos al otro con ojos nuevos. Y con su actuar, esa comunidad removerá, trastornará las estructuras sociales, trayendo restauración para los que tienen hambre y sed de justicia. Porque esta comunidad es una comunidad que sirve al estilo de Jesús, donde proclamación y servicio van de la mano. Claro está que este servicio del que hablamos, de atender las necesidades más apremiantes y que entraña una dimensión social, viene de parte de una comunidad que ha sido rescatada por Cristo y destinada a ser un pueblo santo, elegido para hacer el bien, para hacer buenas obras. Todo fruto de ese encontronazo con el Evangelio, aclaro, pues sé que todo es recibido por puro favor, gracia. En esa nueva comunidad las personas tienen una forma de actuar diferente de hacer las cosas. Si antes robaban, explotaban, ahora ya no lo hacen. Laboran honestamente, devuelven lo que deben, y toman conciencia de su realidad y eso lo lleva a compartir con otros. Se hace práctica aquel amor al prójimo del Buen Samaritano.



Y es maravilloso, porque esa nueva comunidad en Cristo cambia su forma de mirar ‘al otro’, superando todas las barreras de separación. Surge un nuevo hombre que une raza, cultura, hombre, mujer, libre, esclavo, marginado, explotado… y lo diluye todo dando lugar a que esas personas vean al otro, al de la frontera, con misericordia y amor. Ya no es el ‘no alcanzado’, frío y sin nombre de las grandes urbes, fruto de unas estadísticas, que luego se volverán estrategias, métodos… Esa nueva comunidad se pone a la par, se identifica con esa mirada compasiva de Jesús y empieza a tratar al otro con el talante de un verdadero discípulo de ese Cristo que dio la vida por todos, y es el Dios de las oportunidades, y como Pedro acogerá a todos los Cornelios del mundo. Pues sabe que el Todopoderoso vuelve pequeños a nuestros gigantes, y nos hace ver aquellos milagros de antaño, y que se desvanecen las utopías, pues para mi Señor todo es posible. 



Como aquel ciego digo: Sí, Señor, yo quiero ver… con ojos nuevos.



Un abrazo fraternal. Paz.


 

 


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