¡Qué fácil es hacer fiesta de la muerte, como si fuera un pasatiempo, cuando no nos toca de cerca!
Inmersos como estamos en estos días en la “celebración” de lo que se ha convertido en una festividad para muchos, Halloween, me pregunto para cuántas fiestas estamos, en primer lugar, pero sobre todo, para cuántas relacionadas con la muerte, en particular, después de lo vivido en este año.
Tal y como yo lo veo, nunca es buen momento para celebrar la muerte. Celebramos, en todo caso, la vida, la realidad de poder respirar cuando a tantos les está faltando lo básico para poder hacerlo. Desconozco cuántos muertos cercanos hacen falta para que un individuo normal y no desnaturalizado entienda que la muerte es una tragedia profunda, le toque a quien le toque, y que será un extremo al que tendremos que enfrentarnos todos tarde o temprano. Si eso es motivo de celebración, me lo van a tener que explicar mejor, porque yo no lo pillo. Soy así de torpe.
Hablar de normalidad, en cualquier caso, aplicada a situaciones o a personas, siempre es un asunto harto complicado.
Desde luego, todo esto es complejo de entender y de definir. Y luego están las dificultades de comprensión que cada uno tenemos, claro. Yo me reconozco aún incapaz de encontrar una explicación a por qué tenemos esa extraña obsesión por importar todo lo malo, lo desagradable, lo que nos convierte en gente más insensible, más ajena a la vida, más cercana a lo oscuro que a cualquier otra cosa. Qué gracia tiene disfrazar a tu hijo pequeño con un artilugio que simula que un hacha le parte la cabeza en dos, por ejemplo. Ya el simple hecho de estar escribiendo la frase me da escalofríos. No les puedo describir lo que me produce ver la escena, cada año, mientras se lleva a los niños de esta guisa al colegio. ¿Es que hemos perdido la sensibilidad completamente? ¿Es que no somos capaces de reaccionar ante una evocación tan clara de algo que, en la vida real, nos horrorizaría y evitaríamos a toda costa?
No comprendo, ni comprenderé, la fascinación por el drama, por la muerte, por convertir en un circo y en un gran negocio la tragedia que significa desaparecer del mundo, la separación de los que uno quiere y que le quieren, el sufrimiento y la tortura, el gore cutre y la violencia gratuita. ¡Qué fácil es hacer fiesta de la muerte, como si fuera un pasatiempo, cuando no nos toca de cerca! ¡Y cuán de tontos es hacerlo encima, perdonen, cuando alrededor nuestro no para de morir gente de forma más evidente que nunca! Me gustaría saber si quienes han perdido familiares y amigos en este tiempo decidirán saltarse la “celebración” este año. Sospecho que lo harán, o espero que lo hagan. Y ojalá sea contagioso para los años siguientes, porque este 2020 debería enseñarnos de forma especial que la muerte nunca fue un juego y que, desde luego, nunca está tan lejos como nos imaginamos. Cuánto tardamos en decretar lutos y qué poco vamos a tardar, me temo, en priorizar de nuevo la fiesta y el desarraigo emocional, porque nos gusta más una celebración que cualquier otra cosa, toque o no toque.
Convivo en mi profesión a diario con el drama que significa superar la muerte de cualquiera a quien se ama, más cuando es inesperada y “a destiempo” (¿y cuál no lo es?). Y al observar en comercios, decoraciones, publicidad y series de televisión –solo por mencionar algunos foros– toda la devoción que esto suscita, me pregunto hasta qué punto no se nos ha ido la cabeza a buena parte de la población.
Los “enajenados”, aparentemente, somos los que a día de hoy, en pleno siglo XXI, seguimos decidiendo creer en Dios y en la vida. Se nos tilda de medio estúpidos por depositar fe en lo que no podemos ver (¿en qué, si no, para hablar de fe realmente?). Pero los “listos”, “maduros”, “evolucionados”, o los que así se consideran, aún contemplando de cerca, como ahora, el dolor y el drama profundo que significa la muerte, no la quieren ver y, si la consideran, es para hacer fiesta y chiste con ella. No sé si a ustedes les cuadra, pero yo sigo sin pillarlo.
La muerte es algo que siempre deberíamos tener en cuenta. No para vivir amargados, ni porque tengamos un sentido masoquista en cuando a la forma de plantear la vida. Pensamos en la muerte porque amamos la vida y porque querríamos mejorarla para poder llamarla VIDA, con mayúsculas y, una vez hecho esto, prorrogarla indefinidamente. Se llama “sentido de eternidad” y es mucho más que a lo que aspira la ciencia. Tiene que ver con entender que hay mucho más en nosotros que unos años de vida aquí, con comprender que la muerte truncó todo lo que las personas podrían llegar a ser, y que aún no queremos renunciar a eso, porque puede reorientarse. Ni la vida es VIDA, ni la muerte resuelve el conflicto, porque con desaparecer de la Tierra no acaba todo. Solamente lo visibiliza, porque después de esta vida hay más.
En España, tradicionalmente el 1 de noviembre ha sido el Día de Todos los Santos. Siempre fue una jornada en la que recogerse, meditar, recordar y honrar a quienes hemos perdido por el camino. No era una celebración. Nunca lo fue como tal. Era un día para la reflexión que hoy hemos desvirtuado completamente llevándola a otra fecha que, por cierto, qué casualidad, coincide con el aniversario de la Reforma Protestante, un tiempo de revolución espiritual profunda que removió los cimientos de lo establecido y desvirtuado, y obligó a volver a examinar de cerca el mensaje de Dios para nosotros, rechazando adendas y tradiciones humanas.
Si, viendo este tipo de cosas, no somos capaces de trascender con nuestros ojos lo inmediato, y contemplar con asombro la lucha cósmica que se está produciendo constantemente entre el bien y el mal ante nuestros propios ojos, tomándonos como rehenes por el camino, estamos demasiado absortos fijándonos en la corteza de cualquier árbol y perdiéndonos el bosque.
Recordar a los que no están es un ejercicio de amor y de respeto, de honra profunda y de valoración acerca de la propia vida. Desde un sano sentido debería llevarnos a considerar más y mejor los días que se nos regalan para pasar aquí. Pero, sobre todo, a girar la vista hacia donde el Dador de la Vida está, y reconciliarnos con Él y con Su forma de ver el mundo que le rechaza, desde el amor y una llamada perpetua a examinar nuestros caminos. Celebrar al Creador, en definitiva, y procurar volver al camino que dejamos atrás, pero que se nos muestra en Cristo.
Quizá este año podríamos importar la fiesta de Acción de Gracias, si es que tenemos que importar alguna o, mejor aún, hacer del agradecimiento una costumbre permanente que nos permita ser lo que siempre debimos ser: amantes de la Vida y no de la muerte.
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