Medimos nuestras fuerzas de forma imprecisa, incorrecta y profundamente arriesgada. Lo hacemos, además, de forma frecuente, sistematizada.
Estos últimos días, sin duda alguna, la salud del presidente Trump ha sido uno de los grandes asuntos de actualidad e interés. Mucho más en medio de un proceso electoral en el que se decide el devenir, no solo de EEUU como nación, sino, como consecuencia, buena parte de cómo pueden ser las cosas en el resto del mundo.
Sin entrar en polémicas de ninguna clase, ni posicionarme políticamente sobre lo que desconozco, sí que creo que todos estaremos de acuerdo en que una de las virtudes de Donald Trump nunca ha sido la prudencia. Más bien, el exceso de poder que durante tanto tiempo lleva manejando hace que, añadido a sus propios rasgos personales, que ya son bastante, y lo que considero claramente una cierta sensación –y no sé si convicción– de invulnerabilidad, dan lugar casi a diario a un cóctel explosivo de dimensiones gigantescas difícil de cuantificar, pero digno de temer. Con él, parece que todos los días es fiesta, y no es el único mandatario con el que este sucede.
Después de negar la mayor sistemáticamente, y prácticamente tildar de tonto a todo el que no viera el asunto como él, creando “tendencia” en asuntos más que cuestionables sin evidencia científica o médica alguna, mirar hacia Trump es, sin embargo, mirar un poquito –o un mucho– hacia nosotros mismos. Porque, a diferencia de lo que me gustaría contar aquí, la impulsividad, la imprudencia o el sentido de invulnerabilidad no son solo un mal de algunos, ni siquiera de bastantes, sino que, de forma generalizada, esto reside en el corazón de cada persona.
Ver la feria según a uno le va, o le conviene que le vaya, es algo muy propio nuestro. Cada uno a nuestra manera, medimos nuestras fuerzas de forma imprecisa, incorrecta y profundamente arriesgada. Lo hacemos, además, de forma frecuente, sistematizada. Evaluamos pobremente los riesgos, para empezar porque no tenemos una visión completa de los asuntos que nos ocupan. Incluso cuando le damos mucho peso al riesgo, perdemos de vista otro riesgo enorme, que es el de quedarnos petrificados. Y porque la “cuestión tiempo” tampoco la manejamos, tomamos nuestras decisiones pensando generalmente en el “aquí y ahora”, sin darnos cuenta de que, conforme nos acercamos a la valoración de lo a medio y largo plazo, vamos perdiendo finura a la hora de calibrar. Nos cuesta mucho calibrar bien y nos cuesta en todo.
Así, ya sea por exceso o por defecto, la verdad que está ahí fuera es solo una y la que cada uno pensamos, defendemos y usamos para atrincherarnos frente al resto, es una más o menos pobre aproximación de la realidad, pero nada más. Por eso me pregunto, cuando observo a gente como Trump, pero pensando también en nuestros políticos y, cómo no, para ser verdaderamente honestos, en cada uno de nosotros, cómo es posible que, dado el volumen de conocimiento que en todas las áreas manejamos hoy en día, podamos seguir siendo tan dogmáticos en tantas cosas que son, como poco, discutibles. Luego, como no podía ser de otra manera, son nuestras propias palabras las que nos retratan. Pero en la era en la que vivimos, el pez ya no muere por la boca, porque hemos perdido la vergüenza y el sentido de lo moral. Simplemente el pez “tira para delante”, como si nada hubiera pasado y como si los demás no tuvieran memoria. Y los demás lo permiten, como tantas veces vemos en las urnas, como cada día vemos en nuestras vidas.
Es increíble cómo se nos olvida que las palabras no se las lleva el viento, sino que quedan registradas y lo hacen para la posteridad, como nuestros hechos y actitudes. Y no solo en las hemerotecas o videotecas, a donde podemos acudir para echar mano de los registros cuando queramos. Sino que, más allá de todo esto, cada uno de nosotros deberíamos recordarnos a diario que:
Así las cosas, como ven, hoy no hablo de Trump, sin más, aunque sea la excusa perfecta para hacernos preguntas:
Quizá no lo hemos expresado con esas palabras, pero es así como solemos vivir. La única certeza que podemos tener ante nuestra propia naturaleza que no es, ni más ni menos, que la del resto -incluido Donald Trump-, es que “cuando el hombre cayere, no quedará postrado, porque el Señor sostiene su mano” (Salmo 37:24). Eso sí, para eso hay que agarrarse de la mano del que sí es todopoderoso e invulnerable, y reconocer lo que somos.
Que Dios calle frente ante cada salida de tono impulsiva e irreverente, ante el ser humano, atrevido e inquietantemente “sobrado de todo”, no implica indiferencia o imposibilidad para actuar de Su parte. Él sí tiene memoria y está dejando que cada cosa caiga por su propio peso. En Su silencio hay también una parte de Su juicio. Nos deja hacer y no va a interferir en la ley de la siembra y la cosecha que Él mismo ha establecido. Porque es un Dios justo, las cosas tienen consecuencias. Porque es un Dios de amor es que no se recrea viendo cómo nos estrellamos, sino que nos sigue invitando –no obligando– a que reconsideremos nuestros caminos y hagamos las cosas de otra manera.
¿Queremos seguir pensando que todo lo que sucede le pasa a los demás? Es solo cuestión de tiempo que cada uno nos retratemos en nuestros propios actos y caminos. Lo de Trump, o cualquiera de nuestros gobernantes y poderosos, es solo la imagen de lo que cada uno de nosotros podríamos llegar a ser y hacer si se dieran las circunstancias propicias, y eso, da mucho que pensar. Ojalá todos lo hagamos.
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