José Luis Villacañas presenta una peculiar historia de la idea de España, muy útil para hacernos una idea de nuestro presente.
El primer volumen de la colección “La Inteligencia Hispana. Ideas en el tiempo” lo tuvimos en mano en 2017. A ese inicial, El cosmos fallido de los godos, seguirán, d. v., otros, hasta completar 21 (El franquismo tardío y el poder constituyente de 1978). Para ubicar al lector en el modelo del trabajo, el volumen 13 se titula Repetición y catástrofe: la política de Felipe II (1555-1600). Se trata, pues, de una peculiar historia de la idea de España, con la presentación de las ideas en España, y sobre España, muy útil para hacernos una idea de nuestro presente. Colección muy provechosa para el particular, y obligada en la biblioteca de cualquier centro de enseñanza.
Con el cuarto volumen que aquí presento, les recuerdo la colección y, al ponerles unas muestras del texto, pueden ver lo fructífero de la obra. El autor es ya bien conocido en este medio.
Del citado volumen, con introducción, cinco capítulos, conclusión, índice onomástico y bibliografía, tomo algunas líneas del apartado 6 del primer capítulo, quince páginas (82-97) bajo el título Cruzadas.
Caminamos por los siglos XI y XII, y se acredita que la única “unidad” de España, esa bandera de tantos réditos, es la unidad de los que la componen en verla diversa y compleja. Y esa diversidad es religiosa, política y social.
“Antes de 1096, todo el movimiento de las ideas y de las presiones había servido para imponer la paz dentro de la sociedad cristiana. Ante los domini castri, los señores de fortalezas y castillos del siglo X, impetuosos ladrones de los bienes eclesiásticos, la Iglesia, con Cluny a la cabeza, había invocado a sus santos patronos, incluso al mismo Cristo (…) Todo esto ya lo vimos en el volumen anterior. Al principio se pretendió limitar la violencia de los milites usurpadores frente a los bienes de la Iglesia. Esta paz de Dios no es general. Es, antes bien, fruto de la unidad de la Iglesia y la alta aristocracia (…) Esta violencia interna de los señores solo se podía limitar si había suficientes milites empeñados en guardar fielmente los bienes sagrados, los caballeros vasallos de la Iglesia, juramentados y apoyados por un santo patrón que impone con su poder sagrado coacciones y miedos, penas y ayudas. Así se transforma el mundo de la nobleza, se moderniza la milicia, aunque sea como excepción. Los obispados se sumarán pronto a ello.
Someter a la milicia hasta que se muestre respetuosa con los bienes eclesiásticos no es dirigirla. Es marcar un territorio de excepción. Pronto se marcarán tiempos y personas inviolables: no solo los monjes, sino aquellos que están bajo su protección espiritual. Esta paz, sin embargo, no es la idea de cruzada. (…)
No hay idea de Reconquista al margen de la idea de Cruzada, esa es la verdad. Mas, desde la paz de Dios primitiva hasta la Cruzada final, hay muchos pasos y no se dan en la misma dirección. La Cruzada no trata de fomentar la paz, sino de promover y justificar la guerra. La misma mentalidad cristiana que pretendía promover las treguas y las paces de Dios, ahora pretende imponer la guerra de Dios. Es curioso: el mismo Dios que exige treguas y paces, pronto va a reclamar guerras. No son pasos en la misma dirección, desde luego, pero son pasos dados por la misma pretensión de la Iglesia de imponerse sobre los poderes militares. Ella debe regular la violencia y su excepción, la paz; pero también ha de regular positivamente la guerra. (…) Pero en la Cruzada no es el emperador el que decide extender su Iglesia –de ahí que en Oriente no exista idea alguna de Cruzada-, sino que ahora la Iglesia de Roma debe dirigir al emperador y a los poderes seculares como brazos armados al servicio de su causa sagrada. Por lo demás, no se trata de extender la iglesia entre los paganos ni traer nuevos siervos a la viña del Señor. La Cruzada no tiene como fin convertir al musulmán. Es otra cosa. (…) No se pretende convertirlo, sino desalojarlo de los territorios que ocupa sin legitimidad, sin derecho.
Solo la Iglesia puede decidir cuál es ese superior derecho de propiedad y a quién pertenece. Pero dado que su dominio sobre las iglesias es universal, Roma también debe velar por la integridad del patrimonio de Cristo, allí donde se halle. Así que no solo Hispania. También Tierra Santa. Es lógico, entonces, que por la misma razón, todas esas tierras sean retornadas a su propietario: Cristo y su vicario romano. (…)
Será Roma una vez más la que asociará todas estas ideas: patrimonio de la tierra de Hispania, necesidad de detener el Anticristo, disputa de los Santos Lugares, urgencia de recuperar todos los lugares cristianos, milicia sometida a intereses superiores de la cristiandad, santo patronato de Santiago, de san Miguel, de san Pedro y san Pablo. Estas son las bases para que la milicia no solo se someta a las excepciones declaradas por la Iglesia, sino para que la caballería acepte el objetivo militar mismo que la Iglesia le impone. No se trata de que un poder pacífico detenga a un poder militar; se trata de que el poder militar quede sometido a la administración de la Iglesia, que así le ordena sus fines y objetivos. Ahora se transforma la idea de la guerra, pero solo bajo la superior legitimidad de la Iglesia. (…)
No hablamos solo de una nueva representación de la guerra. Es un cosmos ideal nuevo el que irrumpe. Para la Cruzada son necesarias tres cosas: primero, que la iglesia de Roma disponga de bienes exclusivos que reclamar como propios y que ofrecer como beneficio o feudo en caso de que alguien se enrole en la guerra santa; segundo, que la Iglesia haya concebido la idea de poner a su servicio una estructura de milicia; tercero, que las relaciones entre esa milicia y la iglesia de Roma sean jurídicas y religiosas a la vez. Aquí culmina la estructura de teología política de la iglesia, su gobierno pastoral, que incorpora disciplina, pero también el bien supremo de la salvación. Hay bienes materiales, pero también hay bienes de otra índole. Los bienes espirituales que administra en exclusiva la Iglesia son las indulgencias. No se trata de bienes evidentes ni han existido desde siempre. Solo tienen sentido porque antes se ha producido una invención decisiva, magistral: el Purgatorio, lugar donde se paga una pena inevitable para los seres humanos, universal, sea cual sea el veredicto del Juicio final de Cristo; una pena contraída por lo pecados cometidos inevitablemente en la tierra por la acción de cada uno, y no por el pecado original propio de la condición humana dañada. Aunque Cristo salva del infierno, el Papa acorta o prolonga las penas del Purgatorio. (…) Perdonar los pecados sobrevenidos al ser humano por su actuación en la vida es el monopolio exclusivo de san Pedro y sus vicarios. Esos pecados van contra la ley eclesiástica y por eso compete a la Iglesia juzgarlos. De manera necesaria, han de tener su compensación penal, en el Purgatorio. Salvo que Roma desate las penas.
La invención es genial, como ya mostró Jacques Le Goff. Los beneficios de Cristo no impiden los beneficios de la Iglesia y, por el momento, nadie los considera contradictorios. Unos se compraron con su sangre, los otros se compran con las buenas obras que los fieles han de realizar y, entre ellas, la suma, dar también su sangre en la batalla. Estas buenas obras son sobre todo dinero, pues dinero es el símbolo del pecado del mundo. Lo que produce el pecado debe corregir la pena que el pecado merece. Pero hay una buena obra todavía mejor porque en cierto modo imita a Cristo: dar la vida por la fe. Por eso, los que mueran por la Iglesia, en su combate, con la intención pura de obedecerla, deben ser elevados a mártires y salvados sin pasar por el Purgatorio. Con su sangre han comprado también su perdón. (…)
Contra las tierras lejanas de fuerte sabor escatológico se dirige la militia Christi. Esas fuerzas se aplicaban por igual a la conquista de Jerusalén y de al-Ándalus. (…)
Así que cuando las ideas de Cruzada y de toma de tierras lleguen a la península ibérica, proyectando sobre los musulmanes la figura del Anticristo, se halle donde se halle, ya sea en Tierra Santa o en la vieja tierra cristianizada de Hispania, ya no se podrá respetar la frontera, ni garantizar los muros protectores entre los respectivos reinos.”
Y ya está. Aquí les dejo esta muestra. Solo recordarles, no lo puse por espacio, que este poder de la iglesia de Roma se asienta en la donación de Constantino. Ya saben, ese documento falsificado.
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