Cuatro cosas aprende Saulo de la pregunta que le formula Jesús.
«Y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? »
(Hechos 9:4)
Cuatro cosas aprende Saulo de la pregunta que le formula Jesús:
No cabe dudas. La doble repetición del nombre «¡Saulo, Saulo!» excluye toda posibilidad de error. Saulo mismo está siendo interpelado por su nombre por esa figura maravillosa envuelta en brillante luz y suspendida entre el cielo y la tierra. La repetición del nombre realza la importancia y seriedad de la interpelación. No hay duda alguna, la figura celestial quiere que Pablo se entere esta vez de que quiere tratar con él personalmente.
Dichosos nosotros si al oír la palabra de Dios sentimos que nosotros mismos somos interpelados directamente por ella. Cuando la palabra de Dios nos habla personalmente lo hace para nuestra salvación y edificación, para ayudarnos a dar un nuevo rumbo a nuestra vida, para cambiar alguna actitud o para confirmarnos en una verdad de gran valor. Dios llamó a Abrahán por su nombre y le dijo: «Abraham. Y él respondió: Heme aquí» (Génesis 22:1). Y le probó Dios con su primogénito Isaac. Era la gran prueba del patriarca. También a Jacob llamó Dios por su nombre mientras servía a Labán: «Jacob... yo soy el Dios de Bet–el. Levántate ahora y sal de esta tierra, y vuélvete a la tierra de tu nacimiento» (Génesis 31:11,13; ver también 46:2). También Samuel fue llamado por Dios personalmente (1 Samuel 3:10).
Hay una gran bendición en sentir que la voz de Dios nos habla a nosotros personalmente y no a otra persona. Cuando Dios nos habla por medio de la predicación en la iglesia algunos oyentes van aplicando esas palabras a otros miembros de la congregación. Dicen: «¡Eso va para fulano! ¡Y esto, para mengano! ¡Y esto otro para zutano!» Y no sienten que Dios les interpele a ellos de manera personal por su palabra. ¡Que tragedia, oír la palabra de Dios y pensar que el Señor habla a otros y no a nosotros! En varias ocasiones dice la Biblia: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». Esto significa que Dios hoy continua hablando a su pueblo, que hay momentos en los que podemos decir: «Ahora Dios me está hablando personalmente». Quiera el Señor darnos oídos atentos.
Dios trata con sus hijos ahora personalmente; nos habla por su palabra, la Biblia, por su espíritu y por sus hijos. ¿Somos nosotros capaces de distinguir la voz de Dios y de decir: «Heme aquí, Señor»? Oír la voz de la gracia de Dios es para el hombre y la mujer el mayor bien, la mayor bendición. Pablo lo experimentó así. Nosotros también.
Allí arriba había una figura maravillosa envuelta en luz divina que estaba tratando con él personalmente y que conocía perfectamente todos sus pasos. Pablo se sintió descubierto y desnudo delante de Jesús. Sintió la vergüenza de Adán y el horror de su pecado. No hay cosa que escape a los ojos de Jesús. Él mismo dijo a sus discípulos: «No hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a luz» (Marcos 4:22).
Para nosotros será una buena cosa saber que los ojos del Señor están sobre nosotros y miran nuestro caminar. Agar pudo huir de la presencia de Sara, escapando de sus malos tratos; pero no pudo huir de Dios. Y cuando el Señor se le aparece en el desierto en forma de ángel, le confiesa: «Tú eres Dios que me ve» (Génesis 15:13). ¡Dios nos ve! El salmista dice: «Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme: has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos... ¿A dónde huiré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?» (Salmo 139:1-3). ¡Dios nos ve! Apocalipsis 1:14 y 2:18 nos presenta a Jesús como «el que tiene ojos como llama de fuego». Esto significa que a Jesús no lo podernos engañar; él lo ve todo. Delante de él somos como un libro abierto. Y nuestra aspiración debe ser esta misma. Por eso debemos hacer nuestra la oración del salmista cuando dice: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mi camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Salmo 139:23-24).
Los hombres hacen muchas cosas en la convicción de estar sirviendo a Dios y pensando que hacen un bien. Saulo perseguía a la iglesia de Cristo plenamente convencido de que Dios aprobaba este proceder. ¡Cuán equivocado estaba!
Aquí se cumplen las palabras del Señor: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová» (Isaías 55:8).
¿Estamos nosotros seguros de contar con la aprobación de Jesús en la obra que tenemos entre manos? ¿Contamos con el beneplácito divino en el camino que estamos andando? Muchas veces el cristiano es motivado a obrar únicamente por los impulsos de su carne y vanidad. La experiencia en el camino de Damasco conducirá a Pablo a asegurarse muy bien en el futuro de la correcta motivación de sus obras, porque él descubrirá que aún algunos de los que se dicen cristianos se engañan a sí mismos sobre el motivo que impulsa sus acciones. En Filipenses 1:15,16 dirá Pablo varios años más tarde: «Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda; pero otros de buena voluntad. Unos anuncian a Cristo por contención, no sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones.» Esto, naturalmente, no está bien. Así que, podemos hacer buenas cosas llevados de una mala intención. Por eso, porque podemos equivocarnos en nuestra labor, nuestra oración debe ser a menudo: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mi camino de perversidad, y guíame en el camino eterno.» Dios examinó el corazón de Saulo, comprobó sus pensamientos, y - ¡gran horror! - descubrió que todo estaba envuelto en la perversidad. De manera que el juicio de Dios sobre la acción de Saulo fue el mismo que el Señor emitió sobre el pecado de David con Betsabé: «Mas esto que había hecho fue desagradable ante los ojos de Jehová» (2 Samuel 1:27b).
Las palabras de Jesús: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» no son únicamente un intento de hacer reflexionar a Saulo, son también un reproche. Pero más aún, son un juicio. Jesús pide a Saulo cuenta de sus acciones. Y cuando Jesús entra en juicio con una persona ésta no puede mantenerse en pie. Delante de Jesús, el juez de vivos y muertos, el hombre es menos que nada.
Todos habremos de rendir un día cuentas a Jesús. Él será el juez de todos. Pablo lo comprendió ese día y no lo olvidó jamás. Muchos años más tarde le escribirá a su colaborador Timoteo diciéndole que «el Señor Jesucristo, juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino» (2 Timoteo 4:1).
¿Cómo juzgaría Jesús nuestra vida hoy? ¿Nos hallaría siervos fieles y buenos? ¿O pronunciaría sobre nosotros y nuestra obra personal el terrible «MENE, MENE, TEKEL»? (Daniel 5:25).
Juzgando, Jesús condena y salva; humilla hasta el polvo y levanta hasta la gloria. Pablo fue aquel día juzgado, condenado y salvo, porque Dios quiso manifestar en él toda su gracia, para ejemplo alentador a todos los hombres. ¿Hemos tenido nosotros la experiencia de Pablo en el camino de Damasco? ¿Hemos gustado ya este encuentro terrible y, a la vez, maravilloso con Jesús? ¿Hemos gustado ya su juicio, al descubrirnos nuestra maldad y lo equivocado de nuestros caminos, y hemos gustado su gracia renovadora? Esta debe ser la aspiración de todos los hombres y mujeres del mundo.
N.d.E. El ibro “Pablo, apóstol del Señor. De Jerusalén a Damasco”, de Félix González Moreno, que se puede adquirir en ebook o en papel.
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