Me he decantado por elegir las semillas de las cosas pequeñas.
Vuelvo a casa, a orillas de mi río Tormes. Otra vez están las garzas, fieles como ayer. Los vencejos sobrevuelan nuestra isla particular, como garantizándonos las maravillas de la creación, garantizando su existencia.
Un día antes de viajar, alguien me dejó un mensaje escrito, en el que me pedía que leyera Isaías 55. No reconocí al remitente, pero agradecí que me despidieran con la Palabra que es el mejor bálsamo; es nuestro oasis, remanso de paz, directriz. Ahí va un fragmento:
“Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve,
y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace
germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan
al que come, así será mi palabra que sale de mi boca;
no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero,
y será prosperada en aquello para que la envié.
Porque con alegría saldréis, y con paz seréis vueltos;
los montes y los collados levantarán canción delante de vosotros,
y todos los árboles del campo darán palmadas de aplauso.
En lugar de la zarza crecerá ciprés, y en lugar de la ortiga
crecerá arrayán; y será a Jehová por nombre, por señal
eterna que nunca será raída”.
Gracias a quien me envió este mensaje de Esperanza. Sí, Su palabra nunca volverá a Él vacía. Cumplirá sus objetivos.
Con certeza, durante cada viaje, Dios tiene planes para nosotros. Y deseos, sueños, de que no volveremos igual. Algo tenemos que traer; semillas nuevas, distintas; fertilizantes novedosos, que alegren la tierra que será plantada. Cada salida y entrada tiene su valor. Cada vez que alzamos nuestros ojos a los montes, allí está Él guardándonos. Cuán dulces son sus palabras que nos transportan seguros hacia los puertos más lejanos, pero sabiendo que puede haber diez mil olas a diestra y a siniestra, mas no nos tocarán, a menos que Él así lo estime. Él guarda la salida y la entrada.
De mi última travesía, he recorrido a pie tantas calles y recovecos para imprimirme de realidades. Conocer. Sentir. Y ante la impotencia de no poder hacer nada por falta de fuerzas, me he decantado por elegir las semillas de las cosas pequeñas. Esas a las que pocos le dan importancia, lo cual es mejor, ya que no estaré en continua puja. O sí, pero de otra manera.
Caminando encontré una semilla que utilizaba los mínimos recursos, esos escasísimos, para crecer. Resulta que se dio cuenta de que tenía que mirar el ambiente que la rodeaba, respirar su aire, reconocer su aroma, llorar sus penas, gustar su hambre, vibrar con sus alegrías. Y supo que no quería controlar la mesa, sino estar sentada en ella. Pero no quedarse sentada por mucho tiempo, pues podría gustarle y la levantada sería difícil.
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