Es claro que la noción sacralizadora y clericalista se ha filtrado, tal vez hasta el grado de ser el rostro predominante en el neoevangelicalismo latinoamericano.
Es una paradoja que la desacralización fue sacralizada. Sucedió esto cuando la fe cristiana resultó mistificada, despojándola de su esencia cuestionadora de todo intento por cristianizar a la sociedad desde las instancias del poder político. La anterior es una manera de resumir lo que Jacques Ellul plantea acontece a la fe cristiana con la masificación de las conversiones a partir del siglo IV. La entrada multitudinaria a la Iglesia, a instancias de haberse transformado en credo oficial del Imperio, trajo consigo el problema de no poder consolidar a los nuevos adeptos en los contenidos de la fe, ni impartirles un discipulado que dejara en claro el perfil de la nueva identidad que estaban adquiriendo.
El libro de Ellul que estamos comentando, La subversión del cristianismo, nos estimula para reflexionar sobre sus planteamientos y mirar a nuestro alrededor para constatar cómo lo expuesto por el sociólogo francés tiene hoy manifestaciones muy similares a las descritas por él. Nos parece que Ellul enuncia conclusiones a las que ha llegado tras un minucioso estudio de las expresiones históricas de su objeto de estudio. El suyo no es un libro de historia, sino de sociología y teología, sin embargo practica la primera disciplina con un profundo conocimiento del desarrollo histórico de la desviación que le preocupa, aquella constante que ha separado a la cristiandad de la fe cristiana original.
Como otras filtraciones que se fueron instalando en el cristianismo, el caso de la sacralización lo explica Jacques Ellul por contraste. Primero describe que la fe bíblica es profundamente desacralizadora de las construcciones mentales y culturales de los seres humanos, particularmente de sus concepciones de la divinidad. En esas construcciones se localiza el intento por dar certeza a las creencias religiosas, de alguna manera objetivarlas para poder comprenderlas y manifestarles reverencia. El Dios revelado en la Biblia, nos recuerda Ellul, no puede ser capturado en objetos sacralizados. La historia de la salvación fehacientemente evidencia que Yahvé trasciende los intentos por encerrarle en conceptos, imágenes y credos. Los ordenamientos de Éxodo 20, sobre todo el imperativo de no hacer imágenes que pretendidamente serían reflejo del Señor que libera a Israel de la esclavitud sufrida en Egipto, tienen continuidad a lo largo de todo el Antiguo Testamento y alcanzan la cima en el Nuevo Testamento. La captura del Señor, reducirlo a fórmulas que de ser invocadas le “obligan” a favorecer a quien le invoca, es una fetichización que tiene amplias manifestaciones en la cristiandad evangélica.
Todo movimiento que en el seno del cristianismo ha buscado regresar a la sencilla fe del Evangelio, ha contenido una crítica desacralizadora de tradiciones que mediatizan y hacen sinuoso lo que en el Evangelio es directo y sencillo. Ellul lo ilustra con lo acontecido en el siglo XVI: “cuando en la Iglesia se busca volver a los orígenes, por ejemplo en el momento de la Reforma, esto se traducirá por un violento movimiento de desacralización”. Una obra que sigue el curso de esos intentos desacralizadores es la de Juan Driver, La fe en la periferia de la historia. Una historia del pueblo cristiano desde la perspectiva de los movimientos de restauración y Reforma radical (Ediciones CLARA-Semilla, Bogotá-Guatemala, 1997). El Dios creador deja su huella en la creación, pero ésta no es un reflejo acabado y suficiente para comunicar las características del Espíritu que infunde vida a la naturaleza y a los seres humanos.
Ellul comenta que “una de las características del texto hebreo [el AT] es la abundancia de ironías para demostrar que las potencias sagradas de la naturaleza no existen […] La creación bíblica es totalmente desacralizante porque en modo alguno es una teodicea […] Sólo el hombre es ‘sagrado’, su vida es la única realidad que sobrepasa el estatuto de cosa creada […] Hay por supuesto una relación Creador-creación, relación de amor y nada más, pero en modo alguno sacral o religiosa. Y una presencia en esta creación de quien es el respondiente de Dios: el hombre, único mediador entre la creación y Diosy entre Dios y la creación” (pp. 78-79). Escribir lo anterior cuando pulula en muchos lugares la idea de que la naturaleza tiene un carácter de divinidad es provocador. No hay que confundir la actitud desacralizante de la naturaleza y sus fuerzas con posturas y conductas depredadoras del ecosistema que es patrimonio común de toda la humanidad.
La Revelación progresiva de Dios conlleva una desacralización progresiva de los intentos humanos por capturar al Señor creador y redentor del que nos hablan Las Escrituras. Lo que estaba en estado germinal en el Antiguo Testamento se expresa con más contundencia en el Nuevo Pacto. No hay lugar, objetos ni personas que puedan contener la magnificencia del Señor, solamente el punto culminante de la Revelación es capaz de encarnar, por contradictorio que parezca, toda esa gloria. Con Ellul confesamos que “el Dios cristiano se conoce en Jesucristo y en ningún otro lugar”. Porque la exclusiva singularidad del Cristo ha hecho posible lo imposible: “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Juan 1:18, NVI).
La enseñanza evangélica, es decir en concordancia con el Evangelio, acerca de la imposibilidad de concretizar en persona u objeto alguno la inconmensurable grandeza de Dios, comienza a ser vulnerada con filtraciones del entorno que se obstinaban en objetivar en algo tangible las manifestaciones del Espíritu. Tales manifestaciones van más allá de ritualismos en los que las representaciones de lo verdaderamente sagrado terminan por desplazar al Logos que se hizo carne, sangre y temporalidad. Una materialización de la sacralidad que relega el papel central de Cristo es el restringir el sacerdocio universal de los creyentes a unos cuantos que cumplen determinadas características elegidas, o impuestas, por un grupo. El siguiente paso es el clericalismo, que privilegia a unos pocos por encima de la comunidad de creyentes.
En el clericalismo neoevangélico se reasigna un ministerio sacerdotal, es decir de intermediación, que no tiene bases bíblicas que lo sustente. Se arropa de un carácter sagrado a personas que administran los bienes simbólicos de salvación y los demás, los congregantes, son meros consumidores de esos bienes. En América Latina crece el cristianismo evangélico, y cierto crecimiento es resultado de acercamientos evangelizadores en los que se replican patrones sociológicos para facilitar las conversiones. De lo que se trata es de reducir la propuesta del Evangelio para hacerla aceptable a las masas. No importa que esa reducción sea inodora, incolora e insabora, en mucho contraria al reto lanzado por Jesús a sus discípulos neotestamentarios, y a los de hoy.
La advertencia de Ellul acerca de esas conversiones sin discipulado, y que por lo tanto son semilleros de infantilismos, es válida para el periodo histórico en el que el cristianismo pasa a ser la fe oficial del Imperio romano, pero también lo es para aquilatar lo que sucede en la mutación religiosa latinoamericana: “En manera alguna afirmo que las conversiones (salvo aquellas realizadas por interés: para seguir al emperador o por la fuerza) hayan sido falsas e hipócritas; digo que no se pueden suprimir en un instante la estructura mental anterior, los temas ideológicos básicos y la clave interpretativa del mundo y de la vida. Pues bien: una de las claves permanentes era lo sagrado. La distinción sagrado-profano” (p. 86).
Es claro que la noción sacralizadora y clericalista se ha filtrado, tal vez hasta el grado de ser el rostro predominante en el neoevangelicalismo latinoamericano. Se multiplican las campañas y cultos especiales en los cuales las figuras principales son personajes, hombre y mujeres, con pretendidos poderes especiales que no tiene el resto de la comunidad de creyentes. La exaltación es para esos personajes, que ofician una religión a la carta, al gusto de la clientela. ¿Y el Evangelio de Cristo dónde queda? El modelo de Cristo es la humanización de quienes integran la comunidad de creyentes, la construcción de la Nueva Humanidad. En tanto el paradigma de los neo chamanes es su propia divinización, ser remendadores del velo que Jesús rasgó con su muerte expiatoria (Mateo 27:50-51).
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