La vejez no puede interpretarse como una vida perdida, porque se convierte en una existencia acumulada para que los demás contemplen su belleza y hermosura.
“Quiero recordar a los viejos, a esa generación de los nacidos en la guerra; la posguerra se llevó su juventud, pasó más de la mitad de su vida bajo la dictadura y cuando se les echaron encima los años el crack financiero de 2008 obligó a muchos de ellos a poner su modesta pensión al servicio de sus hijos y nietos. Y ahora, en las postrimerías, el coronavirus aparece como un castigo que se ceba en ellos… Miles de muertos en soledad y sin despedida… muertos uno por uno, pero al mismo tiempo englobados como miembros de una generación a la que el coronavirus está tratando como material excedente. Como si el virus fuera el ejecutor del pensamiento ultramaterialista dominante que tira a la basura lo que no aporta valor” (Iñaki Gabilondo. La Ser. 02.04.20)
¡No aporta valor! ¡Qué tragedia! La industria de los cosméticos vende los productos antienvejecimiento como si envejecer fuera una enfermedad. Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, declaró ante su auditorio en la Universidad de Stanford que “Los jóvenes son más inteligentes”. En una sociedad que rinde culto a la juventud ¿Qué evoca el envejecimiento? Declive, ineptitud, decrepitud, enfermedad, demencia, muerte1 ¿Eso es todo?
En tiempos pasados, la palabra de un anciano poseía un valor incalculable. Sus conocimientos, saberes y experiencias eran referentes últimos para las generaciones siguientes. La madurez, perseverante compañera del avance de los años, era objeto de estima, aprecio y mérito. La palabra madurez o maduro/a significa “lo que ha alcanzado el desarrollo esperado”. Dice un proverbio africano “Cuando muere un anciano, se quema una biblioteca”.
Prov. 16:31; 20:29; Job 12:12-13 – “Corona de honra es la vejez que se haya en el camino de justicia… La hermosura de los ancianos es su vejez… En los ancianos está la ciencia y en la larga edad la inteligencia. Con Dios está la sabiduría y el poder, suyo es el consejo y la inteligencia”.
¿Cuáles son los cánones de belleza, hermosura y valor en este mundo? Funcionan en clave estética, sólo se valora lo que se ve, sobre todo, lo que es de “buen ver”: Rostro, figura, salud, juventud. Nos interpretamos en función del “maquillaje” externo y la apariencia, sin valorar para nada lo que somos por dentro.
El punto de vista de Dios es otro. Para él, lo esencial es invisible a los ojos. Lo que realmente posee valor no se relaciona con lo superficial, ni con lo que se ve, ni con los estándares que cotizan en este mundo, sino con la realidad interior. Las personas con arrugas, cuerpos encorvados, enfermedades y debilidad física son para Dios de extraordinario valor porque atesoran una existencia llena de sabiduría, conocimiento y experiencia. Si esto es cierto, entonces la vejez no puede interpretarse como una vida perdida, porque se convierte en una existencia acumulada para que los demás contemplen su belleza y hermosura y aprovechen el caudal de saber que brota de ahí.
En una sociedad como la nuestra, en la que se mide el valor de las personas por su aportación al “PIB” (Producto Interior Bruto), es decir, donde solo sirve lo que aporta resultados cuantitativos en forma de beneficio material, la vejez, más que como “años dorados” se interpreta como una especie de “gorronería”. El relato construido desde la sociedad del bienestar en la que solo prevalecen los más fuertes, coloca la ancianidad2 en el marco de un significado concreto: Es la generación de los prescindibles.
La pandemia del coronavirus está significando un auténtico azote de enfermedad y muerte para multitud de ancianos. Solo en nuestro país, hasta la pasada semana el 70% de los fallecidos por esta patología eran personas de la tercera edad. Ante una situación sanitaria absolutamente desbordante, el protocolo coloca a los mayores en una situación de máximo riesgo por la falta de medios. Las generaciones más jóvenes tienen prioridad. Y son ellos, precisamente ellos, los nacidos en la guerra; aquellos a quienes la posguerra les robó su juventud; los que pasaron más de la mitad de su vida bajo la dictadura y cuando se les echaron los años encima tuvieron que hacer frente al crack financiero de 2008 y estuvieron dispuestos a poner su modesta pensión al servicio de sus hijos y nietos. Son ellos, los que ahora mueren en soledad y sin despedida.
Para el mundo, todos estos son personas anónimas. La historia les recordará como aquellos que murieron en una pandemia. Para sus familias, en cambio, rotas por el dolor, todos ellos tienen cara y ojos, nombres y apellidos. Son esposos y esposas, padres y madres, abuelos y abuelas, hermanos y hermanas, tíos y tías. Sus historias seguirán presentes en forma de memoria entre los suyos, pero merecen un espacio de honor en la memoria colectiva, porque no solo murieron, sino que lo hicieron ofrendando sus vidas para que otros pudieran seguirlas disfrutando. Importa no olvidarlo porque ahí radica su grandeza. Hoy honramos su memoria.
Notas
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