Él es el que une, congrega. Quiere que los opresores se reconcilien con los oprimidos, los hambrientos con los que distribuyen injustamente las riquezas.
En estos días reflexionaba con otras personas acerca del tema de la reconciliación en situaciones de conflicto, como muchos que se han vivido en el pasado, así como en otros presentes. Vimos cómo en diversas ocasiones se han solucionado algunos conflictos entre países, personas, iglesias, grupos de distinta índole, pero el conflicto siempre es algo con lo que el hombre de todas las épocas tiene que convivir, así como también con la reconciliación. El hombre siempre estará en proceso de reconciliación. Y mientras se analizaba todo a la luz de la carta del apóstol Pablo a los Filipenses, donde destacan dos asuntos muy importantes como el amor y la unidad, que son posibles gracias a ese Evangelio que trae buenas nuevas de reconciliación entre Dios y el hombre, y que propiciará la reconciliación del hombre con el hombre, pues Dios mismo envió a su Hijo para que en Él se reconciliaran todas las cosas por medio de la sangre de la cruz.
Y así lo entendió Pablo cuando dijo: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Pablo, el Saulo perseguidor, ya como pacificador, a diestra y a siniestra saluda con ese ‘Paz a vosotros’ de Cristo. Sus cartas mencionan constantemente la paz, creando un ambiente de armonía, de afecto entrañable, que será vital en su labor de discipulado, de su tarea pastoral y misional. Así me lo recordó un hermano al señalar que toda esa carta a los filipenses destila afecto, algo que en otras ocasiones he mencionado, pues así me parece, y, con certeza, a otros también, que de toda ella emana afecto, gentileza, tolerancia, cooperación, unión, pero, sobre todo, amor, porque Cristo era el centro de todo; pero para llegar a ese punto había que conocerle, tener comunicación continúa con Él. Estar enraizados en Él, para saber lo que quiere, y así seguir sus directrices.
Hemos visto que en los conflictos siempre existen causas que los justifican, pero que también a veces si no las hay (causas) nosotros las creamos para que el conflicto perviva. Y de ahí, pergeño pensamientos que me dicen que siguen apareciendo formas que generan divisiones, y donde se discrimina a las personas por su raza, nacionalidad, clase social, sexo, religión, ideas políticas, sueños, entusiasmo, etc.
Continúan las filas de seres humanos que huyen de los conflictos, las tiendas de campaña en los campos de refugiados, a los que además de sus tribulaciones presentes se agregan otras invisibles, y a los que nadie recibe, pues no llevan nada, y de ahí que ya no hablemos de xenofobia, sino más bien de aporofobia. Siguen los escondrijos de los que tienen hambre de Palabra, y solo basta una palabra para ir a la cárcel, ser objeto de oprobio, hasta perder la vida. ¿Cómo reconciliarlos con las sociedades, con el mundo entero? Y ahí se nos pregunta cómo puede la iglesia ser agente pacificadora, agente de paz en los pequeños conflictos domésticos y en los de la sociedad en general. Decimos que es difícil. Se intenta. Muchos nunca vamos a reconocer nuestra leña puesta para avivar los conflictos, algo para lo que nunca hay pereza, más bien una agilidad, perseverancia y compromiso extraordinarios.
Hoy quiero decirme a mí misma que derribar muros no es una utopía, tal vez tarde, pero llegará. Hay que esperar un poco más, sólo un poco más. Porque… ¿dónde quedarían aquellas promesas de Dios hechas a Abraham, a Isaac, a Jacob; todo ese documento resultante del encuentro entre Dios y Moisés en el Sinaí, que podríamos llamar ‘Compromiso del desierto de Sinaí’ que se le dio a Moisés con pautas para el pueblo de Dios? Dónde todo por lo que clamaron y denunciaron a voz en cuello los profetas, incluso avisaron de la llegada del Príncipe de Paz, con un programa retador, tal como lo dijo ese Príncipe de Paz a la hora de iniciar su ministerio público. Aquel cuya llegada fue anunciada con melodías de paz. Cristo, en el desarrollo de su ministerio, por donde pasaba iba anunciando la paz, diciendo que bienaventurados eran los pacificadores. ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, decía, “yo no os la doy como el mundo la da”, dando por sentado que solo en Él la podemos encontrar y desde ahí repartirla, dado que Él era y es la paz. Dios, que es la paz, bajó al mundo a través del Verbo hecho carne, para que esa paz llegara a la tierra y la humanidad pudiera saborearla; así lo anunciaron los ángeles: ‘¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!’. El Príncipe de paz anunciado por Isaías llegaba, y a través de su gran obra en la cruz, ese gran acto reconciliador, rompía todas las barreras de separación, porque su paz no tiene límites. Él es el que une, congrega. Quiere que los opresores se reconcilien con los oprimidos, los encadenados con los encadenadores, los hambrientos con los que distribuyen injustamente las riquezas. El desarrollo con el subdesarrollo, la educación con el analfabetismo; el pan con el hambre, el forastero con el hospedador…. Incluso antes de morir, desesperado pedía nada más ‘que sean uno’. Y prometió que estaría donde están dos o tres en su nombre; no prometió que lo estaría en las guerras, los conflictos, o en la planificación de la destrucción.
Por tanto, tiene que haber una posibilidad para que vayan mermando los conflictos, porque si Cristo es la Paz, ¿qué haremos los que decimos que Él es nuestro modelo a seguir? Si no podemos llegar a ser por lo menos aprendices de pacificadores, los que serán llamados hijos de Dios, según dijo Jesús en el Sermón del Monte, vano sería todo su mensaje.
Tiene que haber lugar para la paz entre nosotros, donde reine la concordia en vez de las disensiones y los enfrentamientos. Sí, hay lugar para la esperanza para los que llevan el distintivo del amor de Cristo, que los distingue como sus seguidores. Si todavía es incipiente, llegó la hora de remarcarlo para que marque la diferencia. Tomo nota.
Así que, con los ojos puestos en el Príncipe de la concordia, sigamos por el camino que tenemos por delante. En Paz. Un abrazo fraternal.
Jacqueline Alencar. Tejares, a orillas del Tormes, julio de 2020
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