“Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. (Lc. 15:1-2).

Comer juntos era para las culturales orientales el símbolo de la vida compartida. Un valor y un signo de comunión, amistad y fraternidad. El problema es que, a menudo, solía interpretarse y practicarse de una manera interesada y discriminatoria. Sólo se comía con los miembros del clan y del estrato social del que se formaba parte, acentuando así la conciencia de clase. En Israel solo se podía contraer matrimonio dentro del grupo con el que se comía. Se aborrecía la unión con los paganos, del mismo modo que se evitaba comer con ellos. Compartir mesa terminaba convirtiéndose en un ritual fronterizo que legitimaba un universo de castas levantando barreras de separación entre judíos, y gentiles, ricos y pobres, buenos y malos, sabios e ignorantes.

En nuestro mundo occidental, donde el tiempo/vida posee valor de mercado, cuando pensamos en comer solemos asociarlo con actividades lúdicas o económicas. En el primer caso, visitamos con la familia o los amigos algún templo “Fast food” saturado de multitudes, ruido y asientos que invitan a salir pitando, porque todo está pensado para consumir deprisa y corriendo.  En otras ocasiones, escogemos restaurantes de lujo para compartir mesa y mantel agasajando a personas a quienes consideramos de jerarquía superior; lo mismo hacemos cuando se trata de ultimar negocios rentables con clientes VIP, a ser posible luego de comer y, sobre todo, de beber hasta las trancas.   

Sin reparar en ello, le estamos sustrayendo al hecho de comer buena parte de su enriquecedor sentido original. La comida siempre se ha vinculado a rituales y protocolos de carácter cultural y comunitario que incrementan la identidad y la cohesión de los grupos sociales: Familia, amigos, empresas. Hoy, más que nunca, se hace necesario recuperar, reconocer y poner en valor la importancia de la mesa compartida. Son muchos los platos típicos de nuestra cocina a los que podríamos hacer referencia para profundizar en el tema, pero quiero detenerme en el valor socio cultural y espiritual de LA PAELLA, plato universal de Valencia y su provincia.

1. La paella posee VALOR DE ACOGIDA

Cuando cualquier valenciano o valenciana comentan su intención de cocinar una paella, resultaría impensable que lo hicieran en estos términos: “Voy a comerme una paella”. Jamás se habla de una actividad individualista practicada en soledad, todo lo contrario. Hablar de paella es siempre tender la mano para acoger hospitalariamente a todo el grupo: “Anem a fermos una paella” (“Vamos a hacernos una paella”). Siempre se trata de invitar, recibir, reunir, aceptar a los otros en comunidad.      

2. La Paella expresa VALOR IDENTITARIO.

La paella es un plato valenciano: Los mejores arroces son valencianos; la huerta de Valencia es la despensa de la paella (verduras y carne) y el agua de Valencia es la ideal para hacer la paella. Como valencianos, nos reconocemos en ese valor identitario: la paella es universal, pero es sobre todo nuestra, de Valencia. Ahora bien, esta riqueza que nos ha sido dada no la convertimos en un arma para excluir, ni para marginar, sino para extender los brazos abriéndonos para compartir lo más nuestro. Resulta frecuente observar las iniciativas de restaurantes de Alicante, Castellón o Valencia preparando paellas de manera altruista en lugares públicos para invitar a miles de personas sin importar su origen, nacionalidad, sexo, religión o raza. La paella posee una identidad propia que los valencianos transformamos en acogida universal.

3. La Paella incluye VALOR DE GRACIA.

Cualquiera que haya cocinado una paella, mucho más si ha sido “a la leña”, ha empleado cuidado, arte, conocimiento y paciencia para agasajar a los comensales. Pero también ha regalado tiempo, esfuerzo, trabajo, sudor y se ha “ensuciado” en favor de otros, convencido de que la inversión valía lo que costaba para agasajar a la comunidad de mesa. El paeller@ ha hecho un regalo de gracia, un favor desinteresado y desprendido. El valor de la gracia se encuentra en que le cuesta todo al que la da, pero nada al que la recibe.    

4. La paella desprende VALOR HUMANO.

En un clima ambiente de generosidad, de valor identitario y de amistad, comer una paella es apostar por disfrutar de un tiempo en el que resulta sencillo y natural participar de una enriquecedora conversación. El ritual de mesa, desde su inicio hasta el hecho mismo de comer, fabrica un contexto facilitador de diálogo abierto y sincero. La comunidad que comparte mesa y mantel en torno a una paella rebosa humanidad y ambiente alegre y festivo.

5. La paella proclama VALOR FRATERNO.

Cuando la paella se sirve en la mesa, se puede comer de dos maneras: poniendo el arroz en cada plato, o comiendo todos de la misma paella, que es como se realizaba al principio y se sigue haciendo en muchos lugares hoy. Si la paella está buena, el elogio al cocinero se hace de forma continuada cada dos cucharadas, durante toda la comida. Algunas frases de uso frecuente son: “Cada gra d’arròs val vint duros” (Tr.: Cada grano de arroz vale 60 céntimos) “T’ha eixit ben senceret l’arròs” (Tr.: Te ha salido bien enterito el arroz) “Caguen en la mare que et va parir, això està rebó” (Tr.: Celebro que tu madre te enseñara a cocinar la paella de una forma tan exquisita).

El acto de comer una paella supone demoler protocolos y símbolos de superioridad, jerarquía o distinción, ya que al meter la cuchara en el mismo lugar la comunidad de mesa está proclamando un poderoso mensaje que pone en valor un principio ético universal: Todos participamos de la misma comida, todos la compartimos del mismo lugar, se han suprimido las diferencias, todos somos iguales. Con este modo de proceder, quizás sin apercibirnos evocamos un mensaje que nos vincula con el evangelio de Jesús de Nazaret:

“… El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Co. 10:17)

En el reino de Dios no existen banquetes de pureza reservados a los santos de manos limpias, mientras los pecadores comen fuera y lejos o pasan hambre. Nada de eso. La mesa del Señor es una invitación universal a compartir la vida en clave de fraternidad, solidaridad, igualdad y acogida universal, porque ese es el ejemplo programático que hemos recibido con hechos y palabras del verdadero Pan de vida: Jesús de Nazaret.